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Archive for 7 de May de 2008


Me voy a olvidar de la mayoría, pero aquí van los más representativos (los que recuerdo):

Catalina, los trillizos Manchita, Pintita y Saddam Hussein, los mellizos Guillermina y Gustavo, Luz, sus hijos Francesca y Jamemú, Envido, Coco Liso, Chatrán, Pikachú, Leoncio, Junior, René, Totó, Benito, Fernandito, Román, Rintintín, Charly, Maggie… todos ellos fueron mascotas y –a decir verdad- parte de la familia. Entre los todavía vivos podemos contar a las perras Lara y Kyra, al perro Bugenlavitz I y al gato “Chichí”. Debo haber tenido unos sesenta gatos y diez perros, a lo largo de mi vida. También tuve pajaritos, tortuga… de todo, y desde que tengo memoria.

Pero el que nos importa (mas allá de que adoré a los brillantes Leoncio y su hijo René), es Samuel. Fue Samuel. No sé porqué nunca escribí este artículo, o porqué no lo hice antes. No lean si son de las personas que no simpatizan con los animales domésticos o satánicos, porque se van a aburrir.

Samuel era un gato siamés. Habrán oído decir ustedes que los siameses son más inteligentes, y la verdad es que eso es muy cierto. Samuel era mucho más inteligente que el resto de los gatos que teníamos por aquel entonces, y también mucho más cariñoso, carismático y-por sobre todas las cosas- malvado. Era el gato del diablo. Llegó a casa por accidente, ya que un par de amigos del barrio tocaron timbre en mi casa tras encontrarlo gritando en la calle. Era un gato siamés muy bien cuidado, muy delgado y estilizado en su figura, de tamaño mediano, lo que me hizo pensar que era una gatita hembra. Lo más gracioso es que tenía perfume de mujer. Sí, perfume. Y de los caros. Mía no era, pero mis amigos me la encajaron igual debido a que yo conocía a alguien que tenía gatos siameses (a la vuelta de casa) y podía ir a preguntar.

Tranquila, tranquila –le decía yo. Y la gata gritaba incansable con ese tono horrible y potente de tortura que tienen los siameses en el maullido.
Es un gato –dijo mi hermana-. Es macho.

Y sí, tenía unas enomes bolas marrones. Al principio no se las habíamos podido ver porque tanto su cola como sus patas se hallaban contraídas (el veterinario luego determinaría que se trataba de una pata rota). La pusimos en una canasta y mi hermana salió a preguntar a los vecinos de los cuales sospechábamos una posible relación con esa cosa que gritaba. Pero no era de nadie.

Me lo quedo –dije inmediatamente, pensando en que esos gatos son caros y yo no gasto plata en comprar gatos-. Si nadie viene a pedirlo, me lo quedo. Pero tenemos que hacer algo con ese olor a puto.

Y en ese instante, el gato guardó silencio y me miró con la boca abierta. Me di cuenta de que era ligeramente bizco.

Pasó ese día y nadie vino a preguntar. Pasó el siguiente y nadie vino a preguntar. Y el gato, medio rengo y ya vendado, curioseaba por lo que se convertiría en su morada. Unos veinte días después, una señora muy mayor, muy engalanada y oliendo a perfume de los caros se paró a conversar con mi madre, que barría la vereda. Su gato siamés se había escapado tras cortar, como con un alicate, la cantidad necesaria del mosquitero de la cocina. Pero para ese entonces el olor a perfume había ido reemplazado por el olor a nada, y Samuel había comenzado a ser Samuel.

El siamés tiene mucho de perro. Es territorial y adopta un amo, o socio único, si se quiere. Se podría decir que es con el único que tiene trato directo, de todos sus empleados. Samuel también, a fin de poder dominar a los otros gatos de la casa (tres además de él), supo ganarse todos mis favores debido a su condición de “paciente en recuperación”. Aprendió a morder a los otros gatos mientras éstos dormían y a ponerse siempre en el rol de víctima, pidiendo “upa” después de haber fajado a otro gato, gritando postrado desde su cama cuando alguno de los “desplazados” se acercaba a su posición, sin levantarse ni defenderse.

Tres particularidades lo hicieron único. La primera de ellas tuvo que ver son su tamaño, ya que la fragilidad propia del siamés desapareció en cosa de cuatro meses, dejando lugar a lo que parecía un pequeño puma físico-culturista de pelaje brillante pintado para parecer un gato siamés. Se convirtió en un rey de la provocación, y cuando se sintió fuerte se encargó de someter a todos los otros gatos bajo un lema: la pelea se acaba cuando uno de los dos muere o cuando la detiene el juez de paz. Un gato macho promedio de raza “mixta” ronda los tres kilos y medio, quizá cuatro kilos, antes de ponerse gordo. En su mejor momento, Samuel pesaba seis kilos y era pura fibra demoníaca, enorme por dónde se lo mirase y cada vez más astuto, más inteligente y mas mío. Un gato promedio pelea hasta echar al otro de su alcance; Samuel no aceptaba rendiciones y sus enemigos sólo escapaban introduciéndose en algún recoveco demasiado angosto para él, trepándose a un árbol (su peso le impedía trepar) o consiguiendo que algún integrante de la familia intercediese. Los otros gatos lo veían y salían corriendo. Lo evitaban, y se aparecían por la casa sólo cuando sabían que él dormía, que era precisamente cuando yo dormía. Cobraban los machos y cobraban las hembras, porque a Samuel el romance no le interesaba, cosa que se evidenció cuando le trajeron una gata siamesa revolcándose de celo para hacer crías, obteniendo como única respuesta el desinterés sexual propio de un caballero Jedi.

Ese gato está enamorado de vos –decía mi madre.

Porque Samuel no podía dormir sino conmigo. Y me lo hizo entender a los gritos, una, otra y otra vez: no era la cama cómoda lo que buscaba, sino a mí. Y mi responsabilidad de padre era dormir con él, con mi brazo como su almohada y su mirada sobre la mía hasta quedarnos dormidos, pero sus pretensiones se acomodaron a lo que no era negociable: de doce a seis de la mañana, y alguna siesta. El único gato de vida completamente diurna, y siempre en hora. Ambos dormíamos encerrados en mi habitación, ya que de lo contrario los otros gatos se condenaban a la inanición voluntaria. Pero Samuel salía todas las mañanas y olía a su alrededor, erizando los pelos de ira al descubrir que otros gatos seguían entrando a su castillo. Así fue que, mirando y mirando, aprendió a abrir las puertas colgándose del picaporte, saltando desde una silla. Una mañana, mientras los otros pobres gatos desayunaban, la puerta se abrió sin dar tiempo a nada. Cobraron todos. Al otro día, el hecho se repitió. Y al siguiente, por lo cual tuve que comenzar a poner llave.

La segunda particularidad tuvo que ver con su forma de manejar sus desperdicios. Porque Samuel no hacía caca acuclillándose como un gato común, sino que lo hacía sentándose sobre sus patas traseras, casi como una persona, levantando una pata cual si fuera un jefe indio, y nunca aprendió a tapar su caca con las piedritas sanitarias. Tratamos de enseñarle con gestos, con ejemplos simulados, con lo que fuera, pero a Samuel le daba asco su propia caca. Si se manchaba de caca, se quedaba acostado con la parte manchada elevada en el aire, y gritaba.

-¡Qué olor! –decía mi madre ante el sorete saliendo de un gato tamaño perro-. ¡Llevalo al baño a ese gato hijo de puta!

Entonces, en pleno sorete, quien suscribe levantó al gato y lo llevó al baño. Resumiré la historia diciendo que Samuel aprendió a maullar de un modo diferente y sin salir del baño, sólo para decir que había hecho caca, y que alguien debía tirar la cadena y desinfectar todo. O bien limpiar y lavar con lavandina el bidé ante una confusión comprensible (a fin de cuentas, era gato).

Por otro lado, el hacer pis para él no era sólo vaciar la vejiga, sino que consistía en el 40% de su lenguaje físico. Al no poder hablar con palabras, aprendió a explicarme su descontento por el hecho de que yo pusiera llave en la puerta. Comenzó orinando la puerta, y luego prosiguió orinando la televisión. Y la ropa. Y así el gato finalizó ganando, ya que no prestarle atención a sus reclamos equivalía a ser orinado. Aprendí a no dormir más de la cuenta, y a estar siempre atento, cosa de poder reconocer cuando se acercaba sinceramente buscando afecto, y cuando quería en realidad subirse a “upa” mío para poder orinarme sin desperdiciar ni una gota. Los retos no funcionaban debido a que él gritaba más fuerte, y la única vez que me animé a pegarle un cachetazo, el gato cayó en un pozo depresivo.

Tiene estrés –dijo la veterinaria, ante el gato que de un día para el otro se negaba a caminar por sus propios medios y me ignoraba, amén de que llevaba un día sin probar bocado, no maullaba y perdía el pelo de a mechones-. No tiene nada más. O sea, no tiene nada, en realidad. La caída del pelo se debe a un hongo natural, por el estrés.
-Lo que faltaba –respondió mi madre-. Un gato estresado.
Perdoname, Samuel –dije yo acercándole comida esa tarde, poniéndolo en mi cama-. Te prometo que nunca más te pego.

El gato suspiró y se dejó caer de costado, dejándome a mí sin saber si abrazarlo o pegarle una patada, por manipulador. Finalmente nos tapamos con la frazada y nos dormimos una buena siesta, de la cual salimos tan hambrientos y animados como siempre.

Y un día, llegó la hemobartonella. Esta enfermedad hizo que mi gato prácticamente se desarmara, y perdiera peso, salud, energía. Llegó una tarde en la que (tras dos días de internación) la veterinaria lo envió a casa con la intención de que muriese en su castillo. Con sus últimas fuerzas, el gato deshidratado rengueó hasta el baño, porque un caballero no podía cagarse encima. Eso estaba fuera de toda discusión.

-Tirá la cadena –me dijo en un maullido débil que me hizo llorar todavía más de lo que ya había estado llorando.

Me llevé la canasta a la cama, y tomándole una de sus enormes patas delanteras me quedé con él. Fue una de las noches más largas de mi vida, y en la que más lloré. Fue la noche en la que me sequé. El gato agonizaba pero no se dormía. Volaba de fiebre, pero no se moría. Yo lo acariciaba y le pedía que no sufriese, como sucede con todo ser querido al que uno ve ya en las últimas. No sé cuando, pero a eso de las cinco debo haberme quedado dormido.

A las seis, Samuel me despertó con un maullido débil que decía: “No sé como, pero estoy vivo. En una de esas, zafo”. Entre lágrimas de alegría lo ví quitarse el suero con el hocico, para luego doblar la aguja de un mordisco. Y una vez en la veterinaria, pasada la sensación de milagro y mientras a mi gato lo afeitaban para cambiar la pata del suero, me desmayé. Desperté con mi madre asustada, y mi hermana explicándome que el gato necesitaría de un alimento especial, porque sus habilidades digestivas estarían disminuidas durante un tiempo. Recorrimos una docena de veterinarias hasta encontrar una que traía ese alimento. A precio de hoy, calculo que estaríamos hablando de unos 100 pesos la lata, del tamaño de un puño.

Pero se pagó, a pesar de que no había un mango, estábamos en plena crisis y la veterinaria nos había dejado secos. Y cuchara en mano me ocupé de regresar todos los bríos de mi gato, que a esa altura de la cuestión era ya mi hijo. Una lata por semana, que se convirtió en una lata cada dos días antes de interrumpirse, con la orden de alta médica. Y con mi gato comiendo de todo, como siempre, partiendo patas de pollo con los dientes cual si fuera un dogo.

Así, pasamos los mejores 18 meses de nuestra relación. Si yo estaba en casa, él estaba conmigo. Y si yo me quedaba quieto, él se subía en mi regazo. Nadie podía estar conmigo a menos que él también estuviese presente; caso contrario gritaba y orinaba cosas al azar hasta cumplirse su voluntad. ¿Llegaba yo tarde de trabajar? Él me esperaba despierto. ¿Salía a la noche? Él me esperaba despierto y preguntaba por mí hasta que mi madre me llamaba riéndose para pedir mi regreso, con el gato gritando de fondo, cabeceando debido al sueño y meándolo todo en mi habitación. ¿Yo tenía que hacer caca? Él se quedaba sentado afuera, a la puerta, siempre a mi lado. Demasiado pesado como para trepar, clavaba sus garras en mis pantalones y no se soltaba cuando quería “upa”. El haber caminado al borde de la muerte le dio una “Carta Blanca” todavía más amplia que la que supiera tener antes, y así se convirtió en el jefe de mi madre, de mi hermana, de los invitados y de la casa. Aburrido, bien alimentado y con sus enemigos erradicados, aprendió a cerrar las ventanas cuando sentía frío, y a abrirlas para romper los mosquiteros y salir a pasear, por lo cual tuvimos que comprar un arnés de perro para atarlo de a ratos (también aprendió a quitárselo). Ante la sed, aprendió a abrir la canilla del bidé con el hocico, y ante mi pereza, descubrió que las cosas ubicadas en la cabecera de mi cama, en el escritorio, eran lo suficientemente pesadas como para despertarme en caso de caerse sobre mí. Aprendió a abrir una por una las cuatro trabas de su jaula de transporte, con lo cual trasladarlo se volvió toda una odisea de cadenas y candados. Aprendió a cazar cucarachas y a amontonarlas junto al tacho de basura. Pasó a ser respetado inclusive por los perros, a quienes no temía en absoluto. Desarrolló un sistema de tortura fascinante que consistía en acercarse silencioso hasta ubicarse justo frente a otro gato mientras éste dormía, a una distancia no mayor a diez centímetros, y –tras echársele al lado cual esfinge del infierno- mantenerse con la enorme mirada fija en él, sin realizar movimiento alguno durante más de una hora, esperando por el despertar más lleno de pánico que puedan imaginarse. Todo bajo mi orgullosa supervisión, obvio. Lo más difícil de solucionar a través de las vías diplomáticas fue su ira incontrolable contra las personas que tuviesen olor a otro gato, ya que haber acariciado antes a otra mascota se transformó en sinónimo de mordisco hasta el hueso. Así, la familia aprendió a lavarse las manos antes de tocarlo, o a no tocar a nadie antes que a él.

Pero luego enfermó nuevamente. De la veterinaria al laboratorio, se le descubrió una afección en el hígado, de la cual no saldría ni aunque quisiera. Desmejoró poco a poco hasta convertirse en un espantapájaros, y mi hermana y yo nos encargamos de aplicarle las inyecciones (dos por día) a fin de bajarle la fiebre aunque más no fuese un rato. Pero su rutina jamás cambió, ni aún cuando comenzó a vomitar y defecar sangre en un paroxismo que duró tres días. Se mantuvo siempre digno y beligerante, y cuando se sintió morir (sabíamos que de esa noche no pasaría), pidió estar conmigo una vez más. Pasó la tardecita tirado al sol, conmigo a su lado. Me negué a darle una inyección letal simplemente porque se merecía una muerte que fuera suya, bajo sus propias reglas. Y a él no le gustaba ir al veterinario.

Esa noche no tuvo fuerza para subir a la cama. Lo subí, así como estaba, convertido en una bolsa irregular de piel y costillas, y me miró por última vez con esos enormes y bizcos ojos celestes que se apagaban. Luego se hizo un bollo enroscándose a un costado mío. Cuando desperté a las cuatro de la mañana, Samuel ya no existía. Los otros gatos, en un gesto que jamás en la vida entenderé pero que interpreto como curiosidad y temor ante la acefalía, me acompañaron en el entierro, paraditos junto al enorme pozo que hice en el jardín del frente de mi casa. Lo sepulté junto a todas sus pertenencias (platos, artilugios médicos, collares y correas), y supe que había tenido en él al más espectacular de todos los gatos.

Nada. Eso. La pregunta bichera del día es: Ustedes, ¿tienen mascotas?

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