Me tiene un poco preocupado eso de que ahora se hayan puesto de moda los narcotraficantes mexicanos. Primero que nada porque no me caen bien los mexicanos, con sus caras de azteca, todos feos y esculpidos con maza y cortafierro. Segundo, porque los narcotraficantes no me caen mucho mejor que los mexicanos, pese a que comparto con ellos el gusto por los yates repletos de ninfómanas eslovacas, todas menores de edad y con sus curvas mejoradas quirúrgicamente. Y tercero, porque la efedrina (o algún equivalente o derivado suyo) está presente en buena parte de los menjunjes que tomo cuando me resfrío y/o engripo. Si fuese yo un hombre de ley además de una bestia sexual, el día de mañana debería nombrar a un hijo mío Clarityne-D. Pero soy tan solo una bestia sexual.
Los funcionarios encargados de emparchar el asunto, tanto por incapacidad como por amarillismo o delincuencia deliberada, van a terminar tomando alguna medida de esas que causan desesperación sincera en quien suscribe: van a dificultar el acceso legal a los medios químicos utilizados para manufacturar los estupefacientes ilegales. Así, para comprar cualquier cosa cuyo nombre termine en “Drina” uno va a necesitar recetas nuevas, únicas, propensas a la autodestrucción, identificadas con códigos de barras y en papel colorado no-fotocopiable. Y las farmacias no van a poder comprar ni almacenar cantidades superiores a los –no sé, ponele, quinientos gramos. ¿Por qué? Porque debido a algún motivo que desconozco (ya lo hicieron así con el acceso a las armas de fuego) los ministros de Salud y Seguridad van a llegar a la conclusión de que endureciendo las leyes van a conseguir que las mismas se cumplan más ¿No es a la vez diabólico y gracioso? Llámenme “Maestro Detective” pero yo creo que los delincuentes son precisamente delincuentes debido a que operan por fuera del sistema legal. ¿No? Bueno, ahora resulta que en México era que estaban los pesados del mundo narco-farmacéutico. Los que fabrican pastillitas para los tarados de la Creamfields. No era en Colombia, mirá vos. Y uno que cree haberlo aprendido todo mirando tele. Yo creía que en México te secuestraban y te rescataba Denzel Washington aún a costa de su propia vida. Porque Denzel Washington es noble.
Y yo me pregunto entonces, ¿Cómo se combate el narcotráfico? Y me respondo: No se puede, ya que si bien estoy capacitado para obrar milagros (hubo una vez en la que reviví a una morocha de ojos verdes apoyándole mi miembro en la frente), no creo que sea posible acabar jamás con el narcotráfico. Los cráneos enseguida salen a decirte que el desamparo social es el único responsable, lo cual se traduce casi directamente en un: “y bueh, que se le va a hacer” que libera de responsabilidad a los de a uno y hace responsable a todo el conjunto, que es lo mismo que responsabilizar a nadie debido a la falta de contención propia de los pelotudos que prenden bengalas en los recitales cerrados y esperan que pase algo lindo. Avísenme si voy muy rápido o si me pongo complicado, porque la idea es que saquemos algo en limpio, en serio.
Por otro lado están los salvajes que apoyan a Chávez y creen que el narcotráfico es un mal necesario al servicio de las FARC, nomás por resentimiento contra Bush y los Estados Unidos, lo que se entiende como adolescencia. A ellos hay que sumarle la delincuencia gubernamental de nuestra patria, porque nuestros dirigentes no están hechos de fierro y mal que mal van necesitando del dinero y los favores del narcotráfico para mantenerse jóvenes y poderosos. Y silbando bajito vienen los que creen que legalizando el asunto (despenalizando cuanto sea posible) también se arreglarían las cosas.
Imaginemos que Dios pone al servicio de los hombres una máquina del tamaño de un encendedor, con un botón –adivinó usted, sí- rojo. Con sólo presionar ese botón, la humanidad se libraría de todos los narcotraficantes directos e indirectos. Desaparecerían los políticos corruptos y los políticos amenazados, los adictos, los vendedores, los compradores, los bancos que guardan las fortunas por detrás, los chorritos, los jueces vendidos y los jueces cobardes, los cirujanos plásticos, las esposas y familiares que no sospechan cuando el tipo se compra seis avionetas con un sueldo de anestesista y se hacen los sorprendidos cuando éste finalmente aparece tirado en un zanjón, las barras bravas, los relacionistas públicos, los farmacéuticos deshonestos, Diego Maradona, Vicentino, Joaquín Sabina…
Esa máquina es el sentido común. El abuso de la razón. La imposición de lo ideal por sobre lo real o probable sin soltar una bomba de neutrones. O sea: aniquilar el narcotráfico se hace imposible porque si se tuviese que desaparecer a todos los interesados en perpetuar el ciclo, creo que los únicos que quedaríamos seríamos Denzel Washington y yo. Ahora bien, créanme cuando aclaro lo siguiente, de antemano: no quiero ser facho, ni pretendo serlo de un modo encubierto por la prosa humorística. Estoy tratando de ser lo más objetivo posible, por más decimonónica que parezca mi actitud.
Me pregunto entonces si lo más conveniente no sería aniquilar al drogadicto. No se escandalicen antes de seguir leyendo, por favor.
Porque luchar contra las drogas es imposible, pero luchar contra un drogadicto debe ser bastante fácil. Un drogadicto tiene momentos en los que padece miedo, hambre, sueño, frío, y ataques de risa. Y puede ser derrotado (ponele que lo agarrás mientras duerme, lo metés en un tacho con cal y lo tirás al Río Reconquista), mientras que pelear contra el narcotráfico es el equivalente policial a enlazar una estrella fugaz, o domar al brioso semental que escribe estas líneas. No se puede. Alguno de ustedes dirá: “los drogadictos también son seres humanos”. Y tendrá razón. Pero los seres humanos no somos todos iguales, desde el momento en que Dios nos crea incluso con diferentes sexos. Por ejemplo, ser hombre tiene sus ventajas: no pude comprobarlo científicamente aún, pero estoy casi seguro de que las mujeres atraen a los zombies con su menstruación. Con su periodo, pero ese es tema para otro artículo.
Sigamos imaginando entonces –para fundamentar mi retorcida e igualmente impracticable teoría- que un decreto/ley de necesidad y urgencia/ estado de sitio súper poderoso es dictado y las penas para todo ser humano viviente ligado al consumo de drogas ilegales pasan a ser no sólo ejecutadas por los mismos vecinos, sino también violentísimas. No sé, digo, la tortura, la muerte, todo junto. El destierro a una isla sin alimentos, la cabeza puesta en una bolsa de tela junto a una rata hambrienta, las cañitas de bambú debajo de las uñas, un palo de golf al rojo vivo directamente en el glande, la amputación genital, el empalamiento Draculiano, etc. Algo de una violencia lo suficientemente increíble e inmediata como para que a nadie le queden ganas de joder ni por asomo, o por lo menos, como para que buena parte de la sociedad se “rescate” y se refugie en el alcoholismo, la obesidad o la pornografía. ¿Funcionaría? Ya vimos que con amor y derechos humanos mal enfocados no se consiguió sino la expansión del negocio… y si de una “Guerra” estamos hablando, pues no me imagino yendo a la guerra en inferioridad de condiciones. ¿Cómo creen ustedes que se puede comenzar a pensar en una batalla contra el narcotráfico, los sicarios y ese porvenir tan macanudo ante el cual nos estamos desperezando?
Puede que la morocha esa haya estado dormida, ahora que lo pienso.