Siempre fui partidario de la siguiente premisa: un trabajo no tiene porqué gustarle a uno. Porque para eso le pagan a uno: para hacer algo que no haría sino a cambio de un dinero capaz –en cierta medida- de permitirle hacer esas otras cosas que hace gratis. El sexo con mujeres hermosas, por ejemplo, en mi caso. Ya basta, chicas, ya basta. Suelten… jajajaja… ¿entienden? ¿Vieron lo que acabo de hacer? Simulé que me toqueteaban mujeres mientras escribía. Pero es mentira.
O sea: Si te pagan por hacer algo que además te gusta hacer (se me viene a la mente un Michael Schumacher), tanto mejor. Pero si no te gusta pero por lo menos te pagan un dinero que te sirve sin ser una fortuna ni mucho menos, es al menos algo. Hay gente que lo llama responsabilidad. Yo creo que es elegir entre el menos peor de los males, y que a la fórmula se le debería abrochar el siguiente agregado (iba a poner “adendum” pero no me acuerdo si se escribía así): puede no gustarte, pero tenés que ser capaz de soportarlo. Por ejemplo: si yo tuviese que tener sexo alguien por la fuerza y se me diese a elegir entre Steve Buscemi y Megan Fox, eligiría a Megan Fox. Seguiría siendo contra mi voluntad de hombre casado y monógamo, pero las pesadillas serían probablemente más llevaderas.
Mi nuevo empleo (esa cosa que hago por plata desde hace poco más de un mes) consta de dos partes, una más importante o verdadera que la otra, si bien ambas me hacen ligeramente desdichado. Esto (me refiero al artículo que estamos compartiendo de tan buena gana) se escribe desde la segunda. Para mí hoy es viernes (para ustedes también pero no lo saben), son las 13.15hs. y estoy en Costa Salguero.
Esta parte del asunto me tiene haciendo las veces de técnico instalador, soporte, administrador novel de redes pequeñas, supervisor de señoritas data entry, etc. al servicio de una empresa de acreditaciones. Hablando en cristiano: llego temprano a algún lugar, enchufo un montón de PC´s portátiles y toco botones hasta que más o menos quedan funcionando y en condiciones de cargar gente en una base de datos, al tiempo que se van imprimiendo las etiquetas y credenciales. Y luego me quedo a un costado, asistiendo a las personas encargadas de acreditar y esperando que nada raro suceda. Para eventos, ferias, exposiciones, etc. Estamos hablando de días de muchas horas, fines de semana ocupados y un constante surtido de promotoras atractivas, catálogos, lapiceras gratis, opulencia ofensiva y celebridades. Por cierto… créanme los señores lectores cuando digo que prácticamente cualquier mina de las que se quedan con tu mirada en el transporte público es más linda que la mayoría de las personalidades femeninas de la farándula mediante las cuales se masturban los adolescentes del Mercosur hoy en día. La única que más o menos zafa y tiene pinta de hembra es Rocío Marengo, pero sería desleal (para con el resto de las mujeres) el llamar simplemente “maquillaje” a lo que esa mujer llevaba puesto días atrás, cuando tuve el agrado de conocerla. Lo suyo era directamente una carpeta asfáltica de varias pulgadas de espesor. Digo, debajo de todo eso podría haber estado tranquilamente Eddie Murphy.
La primera parte de mi trabajo -por otro lado- es más tranquila, si se quiere, y me obliga a realizar tareas semejantes a las anteriores pero en una red de computadoras orientada a las tareas de un “Call Center” cuyo nivel de organización resulta comparable con los primeros diez minutos de “Rescatando al Soldado Ryan”. Me animo a decir que es una excusa de trabajo: algo que se inventó para hacer en esos días en los cuales no hay eventos, ferias ni acreditaciones. Los empleados son todos parientes o amigos entre sí, lo cual se traduce en baches de profesionalismo de los que no me interesan y me hacen rendir exámenes de inglés con una desesperación equivalente a la que sufrirá la humanidad toda cuando se desate la gran epidemia zombi. Actualmente, mi esclavo personal se encuentra recorriendo el mundo en busca de anécdotas y registros acerca de brotes infecciosos y episodios ocultados por el gobierno, etc. Ustedes quédense tranquilos porque acá estoy yo para cuidarlos.
Y ahí tienen: eso es lo que hago. De ahí saco el dinero que me permite seguir comprando armas, churrascos, libros, películas, fideos y esas cosas. Pero la pregunta neoliberal del día es: ¿Por cuánto dinero (me refiero al mínimo) estarían dispuestos a trabajar haciendo las veces de asistentes eróticos en fiestas para adultos?
Traten de ser lo más objetivos dentro de lo posible, y tengan en consideración pormenores del tipo: aceptación familiar, discusiones con la pareja, disposición moral, etc. Cabe aclarar que las tareas no incluirían un contacto genital directo con los agasajados, pero sí todo lo relacionado al juego previo y a las perversiones propias del empresario cincuentón que tiene plata para pagar por lo que fuere. Los límites serían definidos por la imaginación del cliente… Tipo, un día como cualquier otro viene un chabón con un pollo asado al spiedo y les dice: “Ya pagué el turno y la pernoctada en el hotel. Necesito que te desnudes, me aplaudas y me alientes mientras le rompo el culo al pollo hijo de puta éste, y que después te quedes a comer conmigo. Vamos a clavarnos un salpicón Sierra Chica como el que aprendió a hacer el tío mientras estuvo demorado”.