Conversemos. Conozcámonos café de por medio. O porno de por medio, en mi caso, porque no saben ustedes lo que hay en las otras pestañas de Firefox en este momento mientras escribo. Hasta tuve que bajar el volumen de los parlantes.
Una de las razones debido a las cuales me he convertido en un escritor menos prolífico en lo que a este horrible sitio Web se refiere, tiene que ver probablemente con las severas modificaciones laborales, o lo que se explica mejor a la voz de “ya no estoy obligado a pasar la mayor parte del día frente a una computadora, así sea haciendo nada a cambio de un sueldo”.
Otra, es el asunto ese de resultarle tan atractivo a las chicas.
Otra, es el coso ese de estar estudiando y de querer sacarme siempre las mejores notas porque soy un imbécil que cuando otro festeja su 6, se mete a casa apurado y sale mostrando un 10 lleno de palabras complicadas y cosas de gente inteligente y pretenciosa, del mismo modo en que Quico sale de su casa llevando un camión de bomberos cuando el Chavo del 8 juega a los cochecitos con dos ladrillos y mucha imaginación. Algún desprevenido creerá que ese otro es más feliz con su seis que yo con mi diez, pero será eso: un desprevenido. Quizá sea esa una de las razones por las cuales me detesta la mayoría de mis compañeros: porque cuando me dicen que se aprueba con 4 yo les respondo: “Pero yo con 10 no me fui precisamente a compensatorio, JAJAJAJAJA”, mientras me tomo el bulto con ambas manos, a fin de abarcar la mayor cantidad de bulto posible.
En cualquier caso, no viene al caso. Háganme caso.
Pero una última razón, no menos importante que las anteriores, es la que se desprende inmediatamente de la intensidad de las situaciones que me llevan a escribir o no un artículo. Otrora, yo habría escrito una docena de artículos nomás con lo que sucedió en los últimos días, quizá porque mi umbral de tolerancia para con las intensidades no estaban tan alto como ahora. Personalmente, creo que aún me las arreglo para convertir en relatos entretenidos los sucesos más mundanos e insignificantes, pero es como que ya no me basta. Llamémoslo acostumbramiento, en una de esas. Viste que cuando sufrís del hígado también tenés menos energía (en una de esas, es eso). Hoy en día, habiendo escrito ya lo que creo fueron las mejores ideas, pocos son los eventos que me llevan a inevitablemente escribir algo digno de contarse mas allá del cansancio físico y mental con el que termino cada día después de tocarme hasta que me duermo haber hecho esas cosas que hago todos los días. Afortunadamente, mi cuñado supo presentarme un software de dictado inteligente a través del cual estoy dictando estas palabras, enumerando los signos de puntuación cual obseso jefe ante una secretaria principiante y propensa a la omisión, pero devastadoramente curvilínea.
Lo de hace algunos días fue lo suficientemente intenso. Fíjense:
A la hora de comenzar a narrar los hechos, quizá lo mejor sea el describir las instalaciones, la geografía, el escenario. Un tren, del que tomo para ir a trabajar ahora que me encuentro en colegio nuevo, más lejano pero de viaje más directo. Ramal Tigre-Retiro, como siempre en mi caso. Trabajando de tarde, a diario me encuentro yendo de mediodía, con esa sensación incómoda del que almorzó (si es que almuerzo puede llamarse a semejante serie de circunstancias alimentarias) a las diez y media de la mañana, con la siesta no entrándome en los músculos. Parado (quiero decir, de pie) debido tanto a la hora como a la estación de abordaje, tuve la suerte de conseguir asiento.
Tras haberme pasado el verano leyendo novelas y cuentos en inglés, y sin el valor necesario (o con demasiada testosterona como) para leer las últimas dos novelas pendientes a fin de completar el programa de Cultura de este año que se viene, me dispuse a leer un cuento de los recopilados por un señor de apellido Sorrentino. Se llamaba: “El tren”, y contaba la curiosa historia de un fulano al cual le pasaba no se que cosa, y que caía o se veía prisionero de una aceleración temporal alucinada de las que suceden en los cuentos fantásticos, ya que en lo que duraba el viaje el tipo pasaba de niño a adulto, y a viudo, y a otras cosas, para luego volver a ser niño antes de llegar a destino. El tipo de cuento que Cortazar escribió quichicientas veces a lo largo de su carrera, no con poco oficio pero repitiendo bastante la formuleta. Me encontraba en la última página cuando pasó lo que pasó.
Pero podríamos hablar de seis personajes. Seis actores. (Perdóneseme el cliché).
El primero de ellos era una señora de 60 años, quizá 63. Una señora que debería llamarse María. Maria como la virgen. Que debería llamarse Maria y hacer una boloñesa fantástica, sólo para no alterar en el cosmos provocando esos desequilibrios que son capaces de destruir el Universo todo en un abrir y cerrar de ojos (misma razón por la cual guarda en su ropero una cajita del tamaño de un VHS, decorada con caracoles pegados y la leyenda “Mar del Plata”). Que se llama Maria por las dudas. Que tiene brazos gruesos, de grasa dura y musculosa a pesar de la piel floja, esos brazos de los que ganan todas las matronas a medida que la masa muscular del marido disminuye, como para compensar y hacer que la pareja no se haga más débil.
El segundo era otra señora, con aspecto de psicóloga o profesora de ciencias de la comunicación. Por lo del trajecito, y por mi imaginación también. De casi cincuenta, lo suficientemente atractiva como para que alguien pudiera querer tener relaciones con ella, pero no tanto como para que ese alguien sea una persona de menos de treinta, y bien parecida. El tipo de ciudadana (con anillos) que, a falta de mejores problemas, asiste a congresos de retórica nomás para darse cuenta de que gente con la mitad de su edad la dobla en brillo, y se entromete en Facebook y demás redes sociales para avisar acerca de su despertar sexual una vez terminado el divorcio, publicar fotografías de su mejorada anatomía y otras yerbas, queriendo competir con una hija a la que se le acabo la lozanía de las de diecisiete pero se le empezó a llenar el pozo ciego invisible de las de veinticinco. Porque se crece hasta los veintitrés, y de allí en más uno se va muriendo despacito.
El tercero era un muchacho de tez oscura, bolso deportivo y la predisposición espiritual de quien trabaja de algo que no es absolutamente obrero desde la perspectiva peronista del aprendiz (léase, que no llega a albañil) pero que tampoco alcanza el aroma oficinista, ni los modos de quien atiende un comercio. Un playero, un ayudante de cocina, un algo así. En otra situación habría sido este caballero un hachero de los que aparecen flacos, bravucones y sucios haciendo changas en los cuentos de Horacio Quiroga, y que cuando crecen se convierten en paraguayos macaneadores, chistosos, peleadores. Pero esta no era otra situación, como acabo de decir.
La cuarta era una damita rubia, enrulada, inglesa de corazón, metodista y pintora. No digo que era también joven porque semejante condición se pierde con el andar de los años, pero por mucho que envejezca creo que siempre defenderá su color de cabello, su religión y sus inquietudes artísticas.
El quinto era un muchacho de tex clara, más bien alto, de pantalón marrón khaki (si es que eso efectivamente existe), camisa marrón a cuadros, zapatos y cinturón también al tono. Se veía en su rostro la expresión inconfundible del que no es vago ni incompetente, pero trabaja porque no le queda otra. El gesto del que, días después, saldrá a buscar a alguien en su automóvil bajo la mas espesa de las lluvias, solo para enterarse de que el desempañador de la luneta trasera no funciona, y para ver como sale volando el limpiaparabrisas del lado del acompañante, a falta de acero o un plástico mas noble en la industria automotriz de principios de los años noventa. Sentado contra la ventanilla, en el sentido del viaje, leyendo un libro.
El sexto era una estudiante de algo en Vicente López. Y como las estudiantes de algo son todas más o menos parecidas me parece que no se hace fundamental la descripción. Destaco, sí, su juventud generosa y su falta de contratiempos (sin conocerla me animo a declarar que nunca estuvo tan alegre, ni tan linda, ni tan dulce). Ese aspecto de reloj caro y antipático, de los que vienen de regalo cuando uno se compra una lancha, con la hora de Alemania.
Hasta que el hachero frustrado, sentado diagonalmente frente a mi, preguntó si faltaba mucho para llegar a Beccar (o Béccar, o Bécar. Los tres son el mismo).
¿Cuántas faltan para llegar a Béccar? -preguntó. Aunque ustedes ya se lo habían imaginado.
El de los pantalones se limitó a levantar la mirada del libro y escuchar con la palabra lista para intervenir, porque suelo pecar de ser el mejor samaritano, y ese tipo de ayudas que podría dar (cuando no las doy) terminan por convertirse en algo insostenible para mi espíritu, haciéndome creer que Dios me la va a dar por no haber hecho (cuando podría haber hecho).
-Ya la pasamos –respondió la boloñesa
La estudiante no dijo nada. Pero mantuvo en el rostro esa expresión de: “Me dan mucha impresión los panegíricos”.
-¿Cuál era ésta? –preguntó entonces el hachero.
Y miró en dirección a todos los rostros, no con la determinación del que se va a parar a las corridas, pero sí (debo reconocerlo) cambiando el agarre del bolso, como echando de menos el hacha que le picaba en la mano sin que pudiese darse cuenta.
-Esta es Martínez –respondieron los caracoles.
-No, ésta es Olivos –se entrometió la otra madura.
-Perdón, pero la que viene es La Lucila –añadieron los rulos dorados.
-Eeeehh… quiero decir, Vicente López –se corrigió el morocho-. Voy hasta Vicente López.
La estudiante no dijo nada, pero pensó en muchas cosas, incluyendo la posibilidad de una epidemia zombi.
-Ah, para esa falta, dijo alguien a quien no recuerdo pero que pudo haber sido cualquiera de los presentes, incluyendo al inquisidor mismo.
Y fue entonces que intervine. Primero llevé a cabo el ademán innecesario (pero psicológicamente indispensable) de quien cogotea como sacando la cabeza afuera, pero desde adentro ante la imposibilidad de abrir una ventana, siendo este ramal el de los vagones con acondicionador de aire y ventanas selladas herméticamente. Seguidamente, hablé:
-Esta debería ser Acassuso –dije.
-No –me corrigieron entre varios-. A Acassuso ya la pasamos.
Y nos quedamos en silencio.
En esos seis espacios llenos –o mejor dicho, ocupados- por gente que no sabía, se puso de manifiesto un aturdimiento colectivo y compartido que sólo puede explicarse mediante la intromisión de cuestiones esotéricas o hasta alienígenas. El hecho de que nadie supiese la estación que efectivamente acabábamos de abandonar, me llevo a considerar la posibilidad de que algo extraño se nos hubiese pegado a todos en la piel, pasando a través del enrejado del transporte publico, colándose a través de la ropa, deslizándose entre las bisagras de los codos. No puede ser bueno el porvenir de una patria capaz de juntar, en menos de dos metros cuadrados, a seis papanatas incapaces (por el motivo que sea) de precisar donde se encuentran parados. O sentados. Queda el consuelo de saber que el porcentaje de pasajeros desorientados en el tren era muy superior (y por eso más macabro) a la cantidad de diputados y senadores que la Argentina tiene por habitante (contamos hoy con 0.000008225 senadores por ciudadano, incluyendo a los gasistas matriculados y a los asmáticos).
Por descarte, al menos uno debería haber acertado, Por proximidad, por no nombrar todas salvo la única que nos habría servido para no caer en las disculpas innecesarias. Lo cierto es que, de los seis, nadie fue héroe. No hubo en el grupo un iluminado, ni un Cristo envuelto en ropas comunes dispuesto a erigirse como faro, o GPS hecho de tripas, pelo y hueso. Para mi fortuna, la estación siguiente era la estación en la cual yo me bajaba.
Nos bajamos los seis, por la misma puerta, algunos más apurados que otros.