Era miércoles. El tipo estaba acostado, casi siempre tosiendo, tapado hasta la nariz, de ratos estornudando y de a ratos escupiendo cosas verdes en un rollo de papel de cocina que se iba gastando de poco pero sin pausa. Y no porque fuese de los que prefieren sacarse las mucosidades con papel, sino porque los pañuelos cuadrados de tela, bien de hombre, se habían agotado horas atrás, y convertido en una suerte de virulento hojaldre fresco, incapaz de seguir absorbiendo desperdicios. No había dormido bien, cosa que le pasa desde que está desempleado.
Todavía no se acostumbra a eso de estar desempleado. Ni siquiera sabe a dónde ir a pedir el seguro de desempleo o el plan «jefes y jefas» (no sabe lo que le corresponde hacer) Todavía piensa y habla en presente, y dice “mi laburo”, “mi edificio”, “donde trabajo”. No sabe conversar. De puro ingenuo, se pregunta las razones que pueden haberle ocasionado la cesantía permanente y definitiva. Tiene el consuelo de los pobres, que es la conciencia tranquila, pero no por ello deja de preguntarse si la decisión habrá sido tomada para bien o para mal. En su trabajo –perdón, su ex-trabajo- el tipo era una joya y cobraba chauchas, pero así y todo había alcanzado ese estado mental/emocional que es el ideal para sacar la mayor productividad de cualquier empleado y, curiosamente, también el que más le sirve a un empleador: el tipo era feliz pero mantenía la autoestima baja. Porque la moral de los empleados es un asunto resbaladizo: los empleados felices trabajan más sin pedir aumentos de sueldo pero si se pasan de contentos ven inflarse su ego (culpa de las endorfinas, seguramente) y terminan dándose cuenta que con sus ingresos actuales deberán vivir en un basurero después de jubilarse. El tipo -decía- cuidaba el laburo, porque obviamente está recién casado, y un señor casado tiene responsabilidades y deberes. Pero no, no es así. Al laburo lo cuidaba desde antes de casarse. Porque con la plata se compran cosas, tipo municiones, comida y ropa. «Al que te echó, en tres meses le sacabas el laburo sin darte cuenta. Estaba todo cagado.», dicen los ex-compañeros de trabajo cuando lo llaman para saludarlo y pedirle que no se pierda. Se caga de risa, porque ahora resulta que lo echaron por sobresaliente. Mirá vos.
Y de repente, la película que está mirando se termina. Crash, se llama, aunque la traducción reza “Vidas Cruzadas”. Se da cuenta de que sabe mucho de cine contemporáneo, porque conoce a todos los actores y puede nombrar y hablar de por lo menos tres películas en las que cada uno actuó, sin necesidad de recurrir a expresiones como “ese negro es el que hace de amigo del tipo este que trabajó con otro en esa película” al tiempo que gesticula con las manos. Sabe identificar a Don Cheadle, y sospecha que no le dan el Oscar porque es negro pero no fotogénico. No es Denzel Washington, sino más bien el tipo de negro que podría haber trabajado en “Raíces”. Lo conoce desde que vio La leyenda de Earl, “la cabra” Manigault, una madrugada, hace cosa de diez años, en HBO. Se da cuenta de que mira mucha tele, más vale decir.
Manotea el control remoto y realiza entonces la transición obligatoria, de VIDEO a TV o CATV, muy bien no sabe. Y empieza a bajar canales, porque se acuerda de que en la Plaza de Mayo se iba a llevar a cabo un acto en el que la presidenta, o su marido, o los dos juntos acompañados de Moreno y el campeón de artes marciales que lo asesora iban a hablar de lo bien que estamos. En el camino se cruza con algunos partidos de la Eurocopa que, a menos que el “Newpy” se integre a la Unión Europea, va a seguir siendo una amargura.
Y al final, el noticiero. Y el tipo se encuentra con que ocurrió un accidente. Que un farol se cayó debido a que los simpatizantes oficialistas (que empezaron a copar lugares estratégicos a la hora de salir en la foto) le dieron un cartelazo a no sé que cosa, y ataron banderas y estandartes en exceso. Y el farol, que es de vidrio esmerilado y pesa como quince kilos, se sacudió con el viento, cayó, y le dio a uno. Le dio de lleno en la cabeza, y ahí está el camarógrafo registrándolo todo. Primer plano para el tucumano, quien derribado por esa suerte de obús del vudú macrista que lo noqueó sin miramientos se reserva la opinión y la conciencia para otras situaciones. Y el noticioso cambia el titular y así la gente se entera de que hay otro farol flojo, y entra a alejarse de los faroles.
Y se caga de risa, el tipo. Parece haberse olvidado de la gripe, si bien tose y tose. Y no puede parar de reírse, y al pobre hombre que se vino de Tucumán nomás para ser apedreado por los dioses opositores, los paramédicos lo suben a una camilla, y no pueden detenerle las hemorragias. ¡Un médico por ahí! –grita el desempleado hijo de puta pero radical, entre carcajadas y toses, señalando el televisor con el dedo. Pero no se ríe del tipo, sino de la mala leche. Se ríe con alma de proverbio y le da gracias a Dios por no tener zapatos, a sabiendas de que el tucumano no tiene piernas. Y de que en el canal siguiente hay una cuarentona con pinta de divorciada, explicando los beneficios del reiki para gatos. Y cuando vuelve al noticiero al tucumano le siguen soplando el culo, pero se ve que era vidrio pesado, del bueno. -Faroles de los de antes -, dice el tipo para sus adentros, pensando en el INDEC. Y al ratito, se muere el tucumano. Se muere en serio, porque todas las guerras tienen sus bajas, y la sed de sangre hace que los boxeadores camorreros terminen zurrándosela con el viento. El Jefe de Gobierno de la ciudad explica que está prohibido colgar cosas de los dispositivos de iluminación pública, y les dice más o menos un “es una desgracia, que se joda”. Nestor, mientras tanto, se baja los pantalones y se mide la plaza, para ver si la tiene más grande que los cuatro jinetes del Campocalíspsis.
Una y veinte de la tarde y el tucumano de veintitantos años está muerto. Y lo más probable es que su madre no lo sepa, ni vaya a saberlo sino hasta el jueves, cuando los compañeros de viaje regresen y cuenten lo que pasó. Pero por suerte está Cristina, que cortó todas las calles y avenidas de Buenos Aires para hacer un acto y pedir que se despejen los caminos. En una de esas, Cristina consiguió que el mismo micro que lo llevó a la plaza, lo devolviera a casa esa misma noche. Diez millones de micros pero a ninguno lo agarró un corte de ruta, ni le faltó gasoil. Y Tucumán está más lejos que aquellos días en los que Scioli corría en lancha y le caía bien a alguien, pero para la lucha de los pobres no hay distancias. En el peor de los casos, atamos el fiambre al para-golpes del Mini Cooper que maneja la princesita Florencia Kirchner y lo arrastramos cantando la marcha peronista. Como Aquiles al tipo ese… en el libro ese que no es la Odisea. Y que en su versión fílmica fue interpretado por Eric Banna, quien también actuó en “Munich”, y en “Hulk”.
Ponele que lleguen a la medianoche. Para ese entonces, al tipo, el rollo de cocina también se le habrá gastado. Quedarán las sábanas, gauchitas como siempre.