Este lunes me despertó el noticiero con el impresentable de Chávez negándose a pagar los cuatro mil millones de dólares que la siderúrgica SIDOR dice valer, o que al menos es el precio al cual se la cotizó ante los intereses del gobierno venezolano (que quiere quedarse con ella y estatizarla). Esta empresa (cuyos capitales son argentinos-italianos en más del 50% si mal no recuerdo) lleva 10 años de privatizada, y más de un año entre conflictos laborales, protestas, etc.
-No voy a pagar esos cuatro mil millones, y si no quieren ponerse de acuerdo con nosotros y definir un precio justo, entonces yo el martes mismo firmo el decreto de expropiación y listo, se joden por completo –fueron mas o menos las palabras del dictador bolivariano. Ni idea tengo acerca del cumplimiento (o no) de su amenaza.
Así de simple. Yo entonces me puse a pensar en el poder de los decretos, así de buenas a primeras. Alguna vez, mi viejo supo decir, medio en serio y medio en broma ante el fallecimiento de un vecino, que la gente se moriría menos si la muerte estuviese prohibida por decreto. Hasta hoy no había sabido decir lo que mi padre había intentado decir con ello, pero ahora lo entiendo. Y creo que funcionaría increíblemente, siempre y cuando se hiciese de forma ordenada y efectiva. Creo inclusive que ese decreto le habría salvado la vida a mi viejo, valga la ironía.
Los decretos funcionan, es obvio. Por lo menos, cuando al Estado (que es el que manda) se le pone fija la idea de que tienen que respetarse. Y el ciudadano promedio termina sometiéndose a la ley precisamente porque la ley es precisamente eso: Ley. Uno, a la larga, acata. Acata inclusive sin darse cuenta. Uno se deja, se acostumbra, se hace a la idea de que “bueno… es lo que hay”. Díganle conformismo, pero creo que a veces la alternativa sería pegarse un tiro y masticar una pastilla de cianuro al mismo tiempo, o echarse encima un turbante y entrar a un Mc. Donald´s con una mochila llena de explosivos plásticos gritando WAHALALAHALALA! u otra cosa probablemente no tan graciosa. Al fin y al cabo, mediante el decreto 227 del Boletín Oficial del pasado 15 de Abril, nuestra presidenta dispuso que todos los canales de noticias se encontrasen en los números que van del 2 al 6, nomás para marear a la gente, tras acusar al canal Todo Noticias de “negativo y tendencioso” cuando en el mundo lo único más oficialista que TN es el diario Clarín, y lo único más oficialista que el diario Clarín es Alberto Fernández. Después de todo, el gobierno chino llegó a prohibirles la reencarnación a los budistas. Y de ahí para abajo, agarrate, porque vale todo.
Es una cuestión de políticas preventivas y mano dura. Es el lado serio de ese curro que en el mundo corporativo y chanta de los gurúes, asesores y cráneos empresariales se conoce como “ser pro-activo”. Por ejemplo… el afán recaudador y negligente del Estado es pro-activo. Actualmente, el plan de ahorro de energía hace que puedas llegar a pagar una multa en los servicios, obligándote a consumir en gas y electricidad lo mismo o menos que durante el año pasado, lo cual es decirte que no podés lavarte las patas más a conciencia que el año pasado, ni ver películas más largas que las que viste el año pasado. Trasladémoslo entonces al plano hospitalario:
Lo primero a hacer para ayudar a todos –una vez emitido el decreto y con la población tan encolerizada como confundida- sería jerarquizar y catalogar ciertas afecciones de las que pueden evitarse con algo de dieta sana y ejercicio físico. Tales enfermedades serían catalogadas como “Enfermedades Innecesarias” o “Males por Negligencia”, con lo cual ya estarían mal vistas, legalmente condicionadas y podrían empezar a ser multadas en una suerte de “hacete cargo”. Las prepagas no se verían en la obligación de prestar servicio en lo referido a ellas y los laboratorios aumentarían el precio de los medicamentos encargados de tratarlas. Multa al que fuma, multa al que luce su gula, multa al que practica un deporte extremo, multa a la que termina vomitando clericó, multa al que se cae de la patineta. Pobre de aquél que osase sufrir un accidente de tránsito y no muriese en el intento. El suicidio estaría penado únicamente en esos casos que pudiese afectar a un tercero, u ocasionando algún tipo de gasto al pueblo, que paga sus impuestos pero no con la idea de andar subvencionando sepelios de indigentes. También, la muerte de cualquier menor de edad debido a males por negligencia sería una indiscutible responsabilidad de los padres, quienes aprenderían a la fuerza. Porque con el dolor no alcanza.
-¿Cómo no aplicarle la justicia bolivariana a esos padres que dejan que sus hijas se llenen de pastillas antes de salir a bailar y luego actúan sorprendidos? -diría el venezolano-. ¿Tiene sentido que un hospital tenga que pagar por los insumos necesarios para curar a dos adolescentes borrachos a quienes nadie mandó a querer golpear a un policía?
El SIDA, siendo tan letal y a la vez tan fácilmente evitable -y lo que es peor, de tan costoso tratamiento-, se convertiría probablemente en poco menos que un castigo divino. Las excepciones en lo que a enfermedades degenerativas o terminales (y también otras) se refiere, se llevarían a cabo con los de siempre: los ancianos, quienes debido a su condición no pueden hacer nada para evitar o retrotraer el uso prolongado de si mismos. Vieron como son los viejos: no pueden evitar el agarrarse algún achaque y –desprovistos de las habilidades regenerativas de antaño- eventualmente entran en un estado de putrefacción, y mueren.
-¡No podría yo culpar a la viejecita que a los 88 años se ha muerto de un infarto, pero cómo no voy a castigar a la esposa irresponsable del obeso de 32 que sufrió ese mismo infarto tras beberse cuatro botellas de cerveza y comerse tres docenas de empanadas él solito! -diría Chávez. Y tendría razón.
Eventualmente, la gente comenzaría a cuidarse, para no joder tanto a los que quedan vivos. No habría hogar sin un tensiómetro, todos sabríamos practicar primeros auxilios y traqueotomías de emergencia, se acabarían los programas de gordos haciendo cosas en la tele, las anoréxicas tendrían que buscar otra forma de llamar la atención, etc. Las mujeres revisarían sus pechos una y otra vez a fin de evitarse las multas propias de quien pudiese contraer el cáncer de mamas, y de paso, se evitarían el cáncer de mamas, porque no les quedaría otra. Me dirán ustedes que eso recrudecerá la diferencia entre pobres y ricos, ya que los ricos siempre podrán tratar sus achaques en privado sin preocuparse los sobreprecios aleccionadores o las multas, pero lo cierto es que eso siempre fue así, como así también siempre hubo gente dispuesta a violar la ley. Lo único que se añadiría sería una mejor calidad de vida y salud para los que hoy en día tratamos de tener la menor cantidad posible de infracciones en nuestro haber y –encima- dependemos de la buena de Dios pese a que nos dejamos esquilmar por las obras sociales mes a mes.
La única contra de este proyecto de sistema de salud y existencia es que en caso de decretarse y ejecutarse, desencadenará algo fascinante y a la vez macabro. Porque ante lo penoso de vivir y lo trágico de morir, la mayoría de la gente comenzará a desaparecer. Ya por voluntad propia o de sus seres queridos. La hija desaparecerá a la madre sin avisar a sus hermanos. El esposo desaparecerá a la esposa sin avisar a los hijos. El hombre enfermo se desaparecerá a si mismo, sin dejarle una carta a nadie. Y ningún particular buscará, porque reclamando tampoco estará nadie. Pero el Estado sí que buscará. Buscará mas allá de los límites del agotamiento, con sabuesos fiscales, probablemente, siendo las personas de mayor nivel adquisitivo las únicas en condiciones de poder llorar a sus muertos, llevando un duelo a la vieja usanza. Porque morirse estará prohibido, por decreto.
Y cuando los desaparecidos sean más que los muertos, los muertos menos que los vivos, y el Estado no haga otra cosa más que buscarlos a todos, ahí te quiero ver.