Reconozco que no respeto el tránsito a rajatabla cuando estoy llegando tarde al laburo por culpa de demoras en los medios de transporte, pero cuando puedo (casi siempre), me porto bien. Al fin y al cabo, para eso es que me levanto un toque más temprano y salgo de mi casa con tiempo de sobra: para no tener que andar corriendo. Y ellos me acompañan, evitando bocinazos, gritos, frenadas y accidentes. Son tres, al menos los que reconozco porque también viajan conmigo en el tren, frecuentemente en el mismo vagón.
-La primera, petisita y de abrigo beige, se parece a mi novia. Se toma siempre el 56. Cuando puedo, le doy el asiento, porque sube en San Isidro e imagino que siempre viaja parada debido a ello.
-El segundo, el flaco de traje claro y mochila roja que tiene mi mismo corte de pelo. Agarra derecho por Alem y le pierdo el rastro.
-El tercero, el viejo del traje y la Palm. Siempre viaja sentado, seguro que sube en Tigre.
Cuando nos encontramos allí, hombro con hombro, mirando hacia el horizonte negro y amarillo, esperando por ese hombrecito blanco que camina para convertirse en una suerte de luminoso general romano, me someto ante la obligación de sentirlos mis compañeros de batalla. Mis iguales, mis socios en la decencia del Microcentro, mis correligionarios del alma pavimentada. Hoy quiero rendir homenaje a estas tres personas que se han convertido en mis hermanos silenciosos y que, como yo y tantos otros, circulen vehículos o no, no cruzan la calle con el semáforo peatonal en rojo.