Antes de comenzar a escribir o publicar lo que va a ser el artículo de hoy, cabe aclarar que me pasé todo el viernes, todo el sábado y todo el domingo con fiebre, y no hice reposo durante ninguno de los tres días. Al principio creí que se trataba de un brote alérgico-asmático de los míos, con complicaciones gripales debido al cambio de clima, pero luego empecé a considerar las posibilidades de que fuera gripe porcina o dengue. Pero tuve y tengo muchos mocos verdes como para que sea gripe porcina, así que no sé. De lo único que estoy seguro es de que el año que viene me voy a dar la vacuna de la gripe, porque tiene un aire de deja vú esto de contarles acerca de mi gripe y mi fiebre. Lo único bueno fueron los sueños febriles del domingo, pero la macana es que el artículo anterior ya era el raconto de un sueño, y no quiero aburrirlos. Sólo les resumiré el asunto diciéndoles que yo tenía una hija en Paraguay, y discutía con mi esposa porque ella no aceptaba el nombre que yo había elegido para la nena.
-Es paraguaya, es nena y es hija mía –le decía yo a los gritos-. Tiene que llamarse “Munición Nebulización”.
Y me ponía en pedo y me agarraba a trompadas con el tipo que atendía en el registro civil, que estaba siendo interpretado por William H. Macy. Pero volvamos al artículo, que también está íntimamente relacionado a la salud. Y cuando digo íntimamente, quiero decir íntimamente en serio, porque mucho me temo que fui violado, o algo así. No sabría definir el término, ya que muchas de las mujeres con las cuales tengo relaciones sexuales “no-de-común-acuerdo” suelen empezar a decir que sí a mitad de camino, tras darse cuenta de que soy un fabuloso amante no solo bien dotado sino también gentil, y que se preocupa por que ambos la pasemos bien. Por eso el perfume. Supongo que fue cosa del karma, por eso de andar haciendo chistes de payasos o curas pedófilos. Pero vayamos en orden, y desde un principio.
Resulta que tengo nuevo trabajo, como ustedes saben. Y una de las curiosidades de tener nuevo trabajo (y con “curiosidades” quiero decir “molestias traumatizantes que bien podrían evitarse o hacerse de otra forma”) es el tema de los análisis psicológicos, físicos, clínicos, médicos y no se cuantas otras características, todas ellas también probablemente esdrújulas. Para cubrirse de posibles futuras demandas, las empresas de toda índole gustan de hacernos revisar y cumplir con las formalidades, y por eso, durante la semana pasada, me tuve que dirigir al microcentro llevando conmigo nada más que mi DNI, mi vejiga llena de orina y un ayuno de doce horas. Ahora bien, cabe aclarar que esto último se cumplió sobradamente siempre que contemos desde el momento en que cené hasta el momento en que esos hijos de puta se dignaron a atenderme.
Este laboratorio-consultorio-depositario o algo así, se hallaba repleto de gente. Nomás de llegar uno sentía en el aire el sabor del encierro, el olor a médico fastidiado, el ruido que hace la gente cuando intenta llenar tres planillas con los mismos datos valiéndose de una lapicera que se niega a escribir horizontalmente a pesar de que no hay lugar donde apoyarse, y el suave toque del malhumor radiólogo proveniente de esa señora que grita tu apellido y pregunta si tenés cadenitas, varias veces, como si uno fuera un presidiario tratando de esconderse una faca en el recto. Esa misma señora que pone cara de fastidio cuando uno no se ubica natural y correctamente sobre la placa, apoyando al mismo tiempo los hombros, el pecho y el abdómen ¿Qué te creés que soy, flaca? ¿Una raya? Una vez terminada la placa, me dieron un tarrito y me mandaron al baño.
Por si no saben cual es el procedimiento para hacer pis para un análisis, lo correcto es recoger “el pis del medio”, lo que se entiende como empezar a hacer pis fuera del tarrito, luego cortar el chorro, seguir haciendo pis dentro del tarrito, cortar el chorro y finalizar fuera del tarrito, preferentemente en el inodoro. Entonces, entregué ese tibio líquido dorado a una enfermera, que llamó mi nombre y se preparó para sacarme sangre.
-Relajado, respirá hondo –me dijo.
Y después no se que habrá hecho porque miré para otro lado y cerré los ojos y pensé en cosas lindas (tetas grandes) hasta que se llamó el nombre de otra persona. Me vestí a las apuradas y salí nuevamente al pasillo de espera, donde la gente seguía siendo mecánicamente llamada en secuencia, como un Ford T en una línea de montaje. Paso siguiente: el electrocardiograma.
-Sacate la parte de arriba –me dijo una señora con cierto aire a Antonio Gasalla en «La Tregua».
Yo obedecí y luego me acosté en una camilla que era definitivamente para gente de tamaño medio y estaba ubicada de tal manera que yo no pudiese estirarme por completo.
-No tenés que estar haciendo fuerza –insistió la facultativa-. Relajate.
Terminé por correr la camilla diagonalmente, cosa de no tener que estar empujando la pared con la cabeza, y seguidamente vinieron las sopapitas en piernas, pecho, panza… por todos lados. A los cinco minutos estaba yo reacomodando la camilla y tratando de vestirme nuevamente, con la felicidad de quien sabe que queda poco tormento por venir. Lo único que restaba por hacer era el examen con el médico clínico. Transcurrida una media hora (porque entre atención y atención transcurría un mínimo de media hora), una atractiva señora de unos 40 o 45 años llamó mi nombre y me hizo pasar a su consultorio.
Ella fue la que me violó. Fue ella la que hizo que todo se volviera íntimo.
Y pienso que es conveniente que se las describa, cosa de que puedan reconocerla aunque más no sea ligeramente. Alta y delgada pero con curvas de mujer, ojos verdes y cabello rojizo recogido con una hebilla, piel gastada por el bronceado y el cigarrillo pero indiscutiblemente atractiva en su conjunto. Pollera negra no tan larga, que apenas asomaba por debajo del guardapolvo. Medias del color de su piel, y zapatos de taco. Lo primero que hizo fue chequear que mi visión fuera la adecuada, cosa de la que salí airoso gracias a mis anteojos tan bien recetados.
-Sacate la parte de arriba –me dijo mientras leía una de las tantas fichas que supiera yo llenar.
Estetoscopio en mano me hizo toser, respirar, y todas esas cosas. Hasta acá veníamos bien. No me había violado todavía. Pero en determinado momento, impulsada quizá por los latidos de mi corazón (no los escuché pero es probable que suenen diciendo algo así como “sek-sual”, “sek-sual”) me dijo:
-Ahora date vuelta y bajate los pantalones, mi amor.
– Pero doctora, primero invíteme con un Resero y después vemos –dije tratando de hacerme el gracioso.
Pero lo cierto es que me tomó medio de sorpresa, porque a decir verdad nunca se me había revisado a esa escala. Y comencé a ponerme nervioso porque en una de esas me estaba haciendo dar vuelta para comprobar si tenía hemorroides, o para ver como andaba de la próstata, o para ver si tenía el ano dilatado y no podía ingresar al servicio militar. Y si bien soy sanito, tampoco soy gustoso de hacer esas cosas. Cosas tipo andar agachándome con los pantalones bajos frente a una desconocida que bien podría estar haciéndose pasar por doctora, estando el verdadero médico atado y amordazado debajo del escritorio. Me sentí indignado, como cuando te acusan de “enfermo” nomás por entrar a la casa de la chica que te gusta y lamer todos sus cubiertos mientras ella se encuentra de vacaciones en la costa con su familia. Pero respiré aliviado cuando sus manos, lejos de hurgar en mi ano, se dirigían hacia mis piernas en busca de várices, torceduras o deformaciones. Mano acá, mano allá, tanteó y tanteó. Dijo que yo tenía algo mínimo en una pierna, pero que en alguien de mi tamaño era normal. Así, en calzoncillitos, me midió y me pesó. Y estaba yo por manotear mi ropa cuando sucedió:
-¿Hernias? –dijo echando mano de un guante descartable de nylon, y acercándoseme, mirándome a los ojos-. Bajate el shortcito, por favor.
-…Bueno… –respondí yo, temeroso y confundido como un venadito con síndrome de Down al que se le acerca un cocodrilo disfrazado de vendedor ambulante de helados.
Una vez yo despojado de mi boxer blanco elastizado, ella se arrodilló frente a mí, y les pido por favor a los que tengan familiares médicos, o sean médicos, o sepan de medicina y de análisis laborales, que me digan si todo el procedimiento fue realizado profesionalmente, porque la verdad es que yo no sé. La mina se arrodilló. Al principio, no dijo nada. Fue como que tanteó el panorama, y cuando digo panorama quiero decir mis bolas. Mis mismísimas bolas. Yo ahí parado, desnudo y con mi bella genitalia prolijamente acicalada, con la mina ahí arrodillada y con su rostro a unos veinte centímetros de… quiero decir… vi demasiada pornografía en mi vida como para tener que asociar ese plano con la medicina y no con otra cosa. No se imaginan ustedes lo mucho que tuve que concentrarme a fin de no “agrandar” la situación. Ustedes me entienden, jejejejeje… ¿Entienden? Porque el cuerpo quería reaccionar de acuerdo a su instinto más primitivo. Imaginé que había cámaras escondidas en el consultorio, y que todo era una trampa de mi esposa para probar mi fidelidad, pero eso también hizo que comenzara a transpirar helado debido al nerviosismo.
-A ver, tosé –dijo finalmente, transcurridos los que deben haber sido los diez segundos más largos de mi vida. Yo tosí, y seguí tosiendo a su pedido, mientras ella tanteaba primero un lado, luego el otro, luego de nuevo el uno, luego de nuevo el otro.
-No, así no siento nada –dijo ella-. A ver, acostate en la camilla.
Y al igual que ustedes, lectores, cuando dijo «así no siento nada» pensé que iba a seguir con un «ponela dura y metémela en el orto». Y ahí estaba yo, queridos amigos. Acostado, desnudo, boca arriba en una camilla, en un consultorio que para ese entonces se me hacía a prueba de ruidos y de pecados. A mi lado, la doctora se calzaba otro guante en la mano libre, y con dos dedos desplazaba entonces… bueno, lo desplazó. Pongámoslo así: una mano levantaba el colchón y los almohadones mientras que la otra tanteaba buscando una media extraviada.
-Tosé ahora –me dijo, así como me tenía, firmemente agarrado. Yo obedecí a mi dominatrix nuevamente, y tras otra serie de cateos pude sentir que de una u otra manera, la cosa se iba a resolver a la brevedad, porque al acostarme había conseguido que me relajase peligrosamente. Por vergonzoso que resultase, yo no iba a poder permanecer concentrado en mantenerme “empequeñecido” mucho tiempo más.
-Podés vestirte –dijo al fin, retirándose los guantes-. Estás bien.
Y yo le hice caso, y me vestí, calladito, sin decir palabra. Calzones, pantalón, remera, polera de lana. Afuera debía hacer menos frío que a la mañana considerando que ya serían como las doce, o doce y media, pero así y todo en ese consultorio hacía mucho calor. Yo quise estirar la mano para que nos saludáramos con un apretón de manos, más ella acercó su mejilla y nos dimos un beso. Los resultados de estos análisis y exámenes se envían directamente a la empresa contratante, por lo que a casa no me traje nada más que esta anécdota que probablemente habría resultado mucho más interesante de no ser yo un tipo fiel, y casado.
Si quieren saber el nombre de esta doctora, la verdad es que no me di cuenta de preguntárselo, o de espiarlo en algún diploma.