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Archive for mayo 2008


Es doce o trece porque no conté la versión final. Y faltan muchas (Laura Ubfal, o Ubjfal, o como se llame, y la esposa de Vicentico, por ejemplo), pero no tengo tiempo de seguir. Alguna vez hice un top “algo” de mujeres hermosas y un top “algo” de futbolistas feos, revisen el archivo. Pero la belleza no siempre tiene que ver con el latigazo de las hormonas, o el llamado de la carne. ¡Para dejarlo por escrito, les ofrezco aquí y ahora, ya, el Top “algo” de las mujeres menos alentadoras que a veces aparecen en la tele y no, no, no calientan!

Kirsten Kirsten Dunst. What the fuck happened to your face, you… dirty goblin woman? Pensar en Kirsten Dunst a la hora del sexo es como pensar en Roberto Ayala a la hora de patear penales. Seguro, sí, podría hacerse el trabajo, pero lo más probable es que siempre haya mejores opciones a la mano y que uno no deba llegar a esa instancia. Lo más triste es que en algun momento -cuando ví «Jóvenes suicidas»-, creí que era linda. Sólo Dios sabe lo que puede haberle ocurrido. También parecen habérsele derretido los senos. En una de esas se murió, pero habría sido más efectivo que la mantuviesen andando por la playa como al tipo ese de la película, con anteojos negros y bigotes. Bernie, no me salía el nombre.

ValeriaValeria Mazza. No tiene pechos, en serio, yo tuve la suerte de conocerla durante una experiencia gastronómica en el restaurante de un cómico televisivo. Muy bonita en su rostro, piernas muy largas, qué se yo. No da, perdoname pero no da. Si por lo menos tuviese algo de actitud, todavía… pero no da. Y a todo eso (la falta de busto es un “todo eso”, si consideramos que un hombre no debe aparearse con una hembra con menor busto que el propio) habría que sumarle el hecho de que no para de tener hijos. Tener sexo con ella se me hace poco atractivo… en otras palabras: a esta altura del partido, introducirle el pene debe sentirse parecido a golpear el interior de uno de esos triángulos que las mujeres usaban antiguamente para avisar a los vaqueros que la comida estaba lista. Y no parece muy dispuesta a detenerse, por lo que imagino que la única forma de anticoncepción que funcionaría sería ponerla patas para arriba y llenar su vagina con cemento.

Maggie Maggie Gyllenhaal. Lo primero que se me ocurre para decir es que tiene cara de dibujo animado de tortuga triste… lo segundo que se me ocurre decir es que es horrenda y absolutamente anti-estimulante. Dios mío, creo puedo sentir la bilis subiendo a través de mi garganta. En el espacio que hay entre sus ojos se podría estacionar un remis. Soy uno de los hombres más heterosexuales de la tierra, y así y todo podría hacer una lista con por lo menos cinco tipos que estaría dispuesto a besar antes que a esta mina. Supongo que la única que le queda es rezar, pero la verdad es que rezar no modifica sustancialmente el aspecto, tamaño o proporciones de nuestro cuerpo. De lo contrario, yo habría terminado el tercer año del secundario llevando un socotroco cuyo tamaño habría oscilado entre el de un caballo y el de otro caballo, pero mítico y súper gigantesco.

Sarah Sarah Jessica Parker. Muchos dicen que es pura sensualidad y sofisticación, y yo creo que lo dicen a propósito, nomás de maldad. La mina parece un flamenco cagado a tiros. Yo, vestido de mujer, debo quedar más lindo. No, en serio, mirá esa foto… uff. Diablos, que difícil resistirme. Pará, pará… a veces me pongo a pensar en ella y me falta el aire. Para que me entiendas: me calienta tanto que cuando empecé a escribir este artículo no tenía ninguna intención de sacarme la ropa, pero ¡Oh! Ya está en el piso… El otro día ví un capítulo de la serie de televisión en la que aparece y la mostraron caminando en bombacha dentro de su habitación. ¡Para qué! Tuve que salir media hora a dar un par de vueltas a la manzana caminando con las manos en la cintura para tranquilizarme.

MarianelaMarianela, no se el apellido. Yo le digo «Cara de Chancho». Marcelo Tinelli no tiene tiempo de venir a despertarme todas las mañanas con una sucesión de latigazos en los testículos, y por eso hizo lo segundo peor que se le ocurrió para torturarme. No se ustedes que dirán, pero presenciar la filmación de una película porno protagonizada por esa cosa gorda y horrible que salió de la última edición de “Gran Hermano” me obligaría a volverme homosexual, sólo por principios. Tiene pinta de ser ese tipo de mujer gorda que cree que “correr” es algo que se hace solamente cuando llueve o te persiguen los zombis. Y no me vengan con que es una mina común, porque las minas comunes no son tan feas, en serio. Esa cara, por el amor de Dios, esa cara… Además, parece retrasada: creo que el hecho de que pueda dar dos pasos en un escenario sin caerse y desnucarse es un logro humano sólo comparable con el triple by-pass. Y a menos que tenga pensado acompañar esa estupidez con buenas piernas y una cara de trola como la de Rocío Marengo, nunca va a tener como llegar a mi corazón, que viene a ser un jardín repleto de ponyses, arcosirises y nubecitasas, cabe aclarar.

KidmanNicole Kidman. Estuvo casada con Tom Cruise, un hombre que no sólo es gay sino que también cree en que el origen del universo tiene que ver con shogunes guerreros del espacio exterior que son atrapados en prisiones dentro de un volcán y que al morir se adjuntan con almas humanas. Eso debería bastar para desalentar a cualquier hombre, porque que esté loca es una cosa, pero que sea una loca aburrida y asexuada es bastante desalentador. A menos que se haya pasado los últimos años jugando a ser la reina del bukkake con sus amigas del country al más puro estilo Nora Dalmasso, creo que todos estaremos de acuerdo en que Nicole Kidman es muy linda para los diseñadores de moda pero también una frígida comprobada que calienta menos que la foto de un juego de cubiertos en una revista.

ParisParis Hilton. Por alguna razón no es tan espantosa como la hija de Lionel Ritchie, quien es prácticamente una suerte de chupacabras mutante, pero así y todo me desalienta. No deben haber filmado su parto, no creo que hubiese cinta, memoria o dispositivo físico capaz de soportar semejante ofensa en aquellos días. No tuve oportunidad de ver el video pornográfico que hizo con uno de sus tantos hombres, pero la verdad es que no me muero por hacerlo. Desnuda debe ser tan estimulante como lo sería un Jorge Lanata en bikini jugando a ahogar gatitos en una palangana transparente llena de agua hervida. Temo quedar parapléjico ante una visión tan poco recomendable. Me dirá alguno que se calienta con ella al pensar en cuan atorranta es, pero lo cierto es que para eso Dios inventó a las prostitutas.

NazarenaNazarena Velez. Un claro ejemplo de que los mandriles también pueden desarrollar cierto grado de anorexia demente cuando pierden su batalla contra el botulismo. Si alguien pusiera un arma contra mi cabeza y me dijese que debo masturbarme pensando en ella, más le valdría ahorrarse la saliva y vaciarme el cargador encima. Alguno de ustedes dirá que podría salvar mi vida usando mi imaginación, pero yo soy un hombre casado, fiel y monógamo, y pedirme que use la imaginación para otra cosa que no sea este blog sería como pedirme que construya una cabaña de troncos. O sea: sé que hay gente que lo hace, pero yo no sabría por donde empezar. Lo más curioso es que la revista Playboy de Argentina la llevó a su tapa en una ocasión… ¿Se supone que una generación de doce-añeros desorientados va a tener que masturbarse contra eso? Nazarena es tan sexy como el velorio a cajón cerrado de un recién nacido. Mención especial para el cirujano plástico operó sus pechos y que en lugar de las siliconas le puso dos bolsas de menudos de pollo. Debe haberse ahorrado usted un dineral, señor. Mis respetos.

Tori Tori Spelling. Recuerdo tener diez años (quizá menos), estar haciendo zapping con el control remoto y ¡zás!, cruzármela accidentalmente en un episodio de Beverly Hills 90210. En ese momento, no tuve duda alguna de que me encontraba ante la mujer más fea del mundo. Y hoy no ha cambiado mucho mi impresión al respecto. Archi-millonaria, pero no calienta, no. Y cuanto más envejece, más fea se pone. Realmente, no puedo imaginar a hombre ninguno buscando un poco de sexo con ella. Cualquier persona, hombre o mujer, tendría sexo con cien humanidades elegidas al azar desde la guía telefónica, antes que con ella. Tiene un rostro tan masculino que si alguien me dijese que es hija natural de Superman y un oso hembra, yo lo creería.

FlorFlorencia de la V. Ya sé lo que van a decir: que no cuenta en la lista porque no es una mujer. Y que en la foto parece Conan el Bárbaro después del ébola. Pero bueno, es un travesti y se viste de mujer, por lo que imagino que quiere ser tratado igual o peor que cualquiera de las anti-calentura de esta lista. Y no me calienta porque tiene un pene, lo cual debería ser razón suficiente para cualquiera. Más que suficiente. Y yo no discrimino a los homosexuales o travestis, pero si Florencia de la V me diera un beso en una mano yo me cortaría el brazo, lo quemaría, guardaría las cenizas en una caja fuerte sellada y luego tiraría la caja fuerte en el interior de un volcán.

Amy Amy Winehouse. Discos que no me interesan con música que nunca voy a escuchar. Y droga, droga, mucha droga. Enamorarla sería más o menos lo mismo que tener sexo con un Charly García depilado a la cera caliente. Me enteré ayer leyendo las noticias de que incluso está empezando a usar pañales cuando sale a la calle, de tan arruinada que está, por lo que viene a ser -sexualmente hablando- prácticamente el antónimo de Megan Fox, la chica de Transformers, que se me hace perfecta (les dejo a ustedes el buscar imágenes de esta preciosura). Presumo que cualquier hombre que tuviese sexo con Megan Fox podría ser violado por un tigre con SIDA al tiempo que se agarra el pene con la puerta del auto y aún así estaría en condiciones de decir que ese ha sido el mejor día de su vida.

RominaRomina Yan. La Tori Spelling argentina es, para mí, la primera indiscutida en la lista. Miren lo que responde en una entrevista que le hizo la revista Para Ti, cuando se le pregunta acerca de sus trastornos alimenticios y la reconciliación con su cuerpo a través de la cirugía estética:

“Yo me reconcilié con mi cuerpo, pero la anorexia sigue latente. Es que una vez que se te distorsiona la imagen, es muy difícil que vuelvas a verte en el espejo tal como sos: vivo encontrándome defectos. Porque, encima, busco la perfección.”

Jajajaja… que moral que tiene la hija de puta. Damián de Santo es más linda mina. Reciclemos la analogía utilizada con Florencia de la Vega, e imaginemos que Romina Yan me agarra de la mano. Ese sería el fin de mis erecciones, para siempre. Aún si estuviese agarrándome para sacarme de las fauces de un cocodrilo, yo tomaría una rama y trataría de golpearla en los ojos hasta que me soltase. Luego, mientras el cocodrilo me arrastrase hacia el río y se comiese mis piernas, mis últimas palabras sobre la Tierra serían: “Oh… mi Dios… que asco… ¿Por qué… por qué permitiste que me tocara?”

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A veces tengo la sensación de que Damos Pen@ no es leído por la suficiente cantidad de adolescentes aburridos e hispano-parlantes, por eso el título. Ahora que tengo la atención de todos gracias a LAS MEJORES FORMAS DE SUICIDARTE SIN DOLOR, pido disculpas a los lectores habituales, a quienes seguramente defraudaré al no plasmar, en las siguientes líneas, una sucesión de muertes graciosas y/o relacionadas con elementos de películas contemporáneas. También les sugiero que revisen los comentarios de este artículo dentro de algunas semanas, ya que serán mucho más entretenidos que los que habría recibido con un título en el orden de “Claves para remontar la economía”.

Lo cierto es que mi cuerpo es hermoso. Otra cosa que también es cierta y que viene más al caso es que quiero arreglar el país, y no todo es joda aquí, mierda. Vamos a hacer las cosas bien. La pregunta del millón es: ¿Qué se debería hacer para encaminar económicamente a la República Argentina sin recurrir a un botón rojo y al hongo atómico que lo sucedería entre cacerolazos? Durante mucho tiempo creí que la educación del pueblo era la salida, pero perdí la fe en cuanto me empecé a codear con gente supuestamente educada, terciaria, universitaria, etc. Si las universidades privadas no dejan de vender títulos, el conocimiento seguirá perdiendo valor. Y si la universidad pública sigue contratando profesores de los que canjean notas por favores sexuales, lo mismo. Lo único que no pierde valor (o si se quiere: poder) es la guita. Porque se devalúa pero la seguimos buscando y llorando por ella, porque es indiscutible el hecho de que el que tiene plata hace lo que quiere. Yo -con plata- me haría reemplazar quirúrgicamente el pene con un lanzallamas de oro macizo, inspirado su mecanismo en el de un desodorante en aerosol. De los de antes, con tapa.

Bueno, aquí van mis sugerencias de hombre serio y que de acuerdo a los estándares no entiende una pija de economía, administración de empresas o comercio exterior, pero que no por ello va a buscar licenciarse en la UADE.

Chorros1)- Se debería empezar a cobrar impuestos a los certificados de participación de los fideicomisos. Dicho así no se entiende una poronga, pero llevémoslo al plano tangible: las casas que antes vendían electrodomésticos se convirtieron en financieras que cobran tasas usurarias, y la normativa actual está siendo abusada por los Garbarinos, los Frávegas, etc. Cuando vas a comprar ellos te generan un crédito, luego lo aseguran y buscan financiamiento, cosa de quedarse con los certificados de participación. Así, eluden el impuesto a las ganancias generadas por –precisamente- vender artículos en cuotas, y tienen ganancias exentas, tan libres de paja y polvo como una hermana superiora en Semana Santa.

¿No les parece macabro (o por lo menos, sospechoso) el hecho de que a una familia de comunes mortales le esté resultando más barato comprar una heladera al contado que mantenerla abastecida durante un mes?

Indec2)- Purificar mediante el fuego griego el INDEC, dinamitando todo lo que en la actualidad se relaciona directamente con él. Y estoy incluyendo todo: desde los pibes del delivery que les llevan las empanadas a los empleados, hasta los colegios privados para futuros hijos de puta donde seguramente estudian los hijos de Guillermo Moreno. Todo, a la mierda.

Días atrás, el Instituo Nacional de Estadística y Censos pulverizó el último de los índices oficiales creíbles: el IPC nacional. El IPC está compuesto de información suministrada por siete provincias y también la zona metropolitana. Dense una idea: durante el primer trimestre del 2008 el INDEC reconoció una inflación del 2.5%, mientras que San Luis la calculó en un 8.5%, y Santa Fe, en un 7.1%. Estamos hablando de los dos gobernadores que no están sometidos o “subordinados” políticamente al clan “K”. Yo no sé exactamente cuanto aumentan todas las cosas, pero sí se que consumir –por ejemplo una vaca- debe andar costando mas o menos el doble que hace algún tiempo. Lo comprobé tratando de adquirir una vaca de diferentes modos: o sea, pregunté en mi carnicería por el precio del kilo de matambre, que resultó ser el doble de lo que yo lo pagara hace exactamente tres años. Lo mismo el precio de la carne picada. Y pregunté en una casa de ropa el precio de la misma campera multipropósito de cuero de vaca que yo me hiciera regalar (gracias, Tía) hace tres años, y me encontré que la misma pasó de costar 399 pesos a costar 799 pesos. De más está decir que yo no sabía que estaba tan cara, y que ahora que lo sé voy a usarla menos que antes. Lo que igual a decir que: chau, no la saco más. No sé a cuanto andará el par de cuernos, ni quiero saberlo.

¿Se entiende? Al no haber pautas serias y objetivas, los comerciantes ajustan “a ojo” sus precios de reposición, y todos imaginamos “a ojo” nuestras demandas salariales. Y lo que se mide “a ojo” suele superar la realidad. Para evitar esto, un nuevo INDEC conformado por expertos usuarios de las estadísticas, analistas del sistema financiero, y representantes de las asociaciones de defensa del pobre consumidor, es indispensable

Sojita3)- Desojizar el campo. Mantener altas las altas retenciones a la soja podrían ser el primer paso, siempre y cuando se llevasen a cabo en un ámbito libre de corrupción. Eso se consigue metiéndolas por derecha, y no por decreto presidencial. Si la idea de las retenciones hubiese querido pasar a través del Congreso, obviamente se habría pinchado, ya que si en vez de retenciones hubiesen sido un impuesto, las provincias se habrían quedado con la parte que les correspondía –y corresponde- legalmente. Es lo que se llama co-participación, creo.

Lo gracioso es que muchos productores (pequeños y oligarcas) siguen eligiendo hacer soja. Y si muchos productores eligen todavía hacer soja a pesar de las retenciones, es porque al no consumirse acá esa porquería, el Estado no puede impedir las exportaciones de una forma tan rigurosa. Entonces, lo más importante o necesario de hacer, es incentivar al resto de los productores: los “no-sojeros”. Actualmente, las retenciones a la leche son mayores que las de la soja, y el precio de la leche en el mercado exterior es diez veces mayor que el de la soja. Podríamos aprovechar eso. Si los productores trigueros no perciben el precio pleno, no vamos a tener pan, ya que este año nadie va a sembrar. La media res debe diferenciarse por cortes (urgente), y los reintegros deben acariciar todas y cada una de las nalgas de los productos más regionales, que son el tabaco, la oliva, las frutas finas, el algodón, etc. Si producimos más, las presiones a futuro se alivianan, caramba. Hoy en día lo único que se está consiguiendo es generar incentivos perversos para no producir otra cosa que no sea ese poroto asqueroso e incomible que destruye la tierra, no sirve como alimento (o reemplazo de la leche) para los niños hambrientos, y a nosotros los argentinos ni nos gusta.

Discutan.

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La noche del sábado pasado va a quedar en la historia de la historia de la historia debido a que un recital se llevó a cabo pensando únicamente en la solidaridad, en ALAS, o algo así, no sé, ya no le creo a nadie. No hubo persona que no saliese corriendo rumbo a la Costanera Sur, con intenciones de juntarse a los cien mil humanos que ya se encontraban allí reunidos para disfrutar de la musiquita y de esos grandes artistas modernos convocados que dan vergüenza ajena. Si me preguntan, yo les diré que creía que la Costanera Sur quedaba cerca de Ezeiza. Nada más lejano a la verdad, pero yo así y todo vivo feliz. Por otro lado, no entiendo aún como fue que D´Elía dejó pasar semejante oportunidad de acabar con el grueso de las filas de los yuppies de civil y las chicas oligarcas y veintiañeras. Si ese no era el escenario perfecto para la victoria de nuestro querido, morocho y combativo Eternauta entrado en carnes, entonces no sé.

Pero mientras tanto, yo me encontraba trabajando y/o volviendo de trabajar. Había cambiado turnos con un compañero, por lo que eran las 22.02 hs. cuando, realizado el correspondiente “log-out”, yo abandonaba mi cómodo sillón de oficinista suicida, a la carrera. En pocos instantes me encontré alejándome del edificio, cansado pero pensando en mi hogar. Porque odio trabajar y tener que ir a trabajar y volver de trabajar; odio todo. Hallábame a punto de cruzar la calle, pasando el Sheraton Hotel, cuando el masculino de una pareja de jóvenes adultos españoles se me acercó con cara de perdido. Me detuve ante el gesto del buen hombre, y paré la oreja.

-Buenas noches, disculpa –fueron sus palabras-. ¿Sabes cómo llegar desde aquí a Puerto Madero?
-¿La parte comercial? –respondí preguntando-. ¿Los restaurantes?
-Sí, precisamente.

mapita Obvio que sabía: por la ventana no hago otra cosa más que mirar en esa dirección a diario, esperando por el momento en que un BUQUEBUS explote debido a un atentado papelero desatando la guerra armada entre Argentina-Uruguay y en las reuniones de familiares en las trincheras yo pueda tener una anécdota del tipo: “Yo justo lo vi cuando reventaba, porque trabajaba cerca” (es proverbial mi escasez de temas de conversación).

Pero resulta que de un tiempo a esta parte –tres años-, con eso de haberme casado, y ser adulto y demás, estoy aprendiendo el nombre de algunas calles y recorridos de colectivos. No obstante, –y he aquí el motivo de este artículo- me estoy dando cuenta de que padezco de algo que podría identificarse como un problema en la interfase lingüística, ya que cada vez que quiero dar indicaciones o instrucciones para ubicar una locación física termino diciendo algo distinto a lo que debería, siendo mis instrucciones mentales mucho más acertadas que las que emito verbalmente. Y las que recibe el interlocutor son éstas últimas, para su desgracia. Imagino que me siento como han de sentirse los malos profesores que saben mucho de matemática pero a la hora de enseñar se traban y terminan complicando mal las cosas. Por cierto, últimamente las analogías de este sitio web están muy sanas.

No soy ningún guía turístico, sabrán ustedes… y la verdad es que pasada una semana todavía no me animo a mirar un mapa, ya que las instrucciones fueron claras… Espero no las hayan seguido “al dedillo”, como dicen precisamente los españoles. En todo caso, aprovecho la masividad de este medio para pedirles disculpas. Dentro de muchos años, cuando me decida a mirar hacia atrás a través del espejito retrovisor de mis días, estoy bastante seguro de que esas palabras van a rankear muy alto entre las peores cosas que he hecho, aún contando aquella vez en que utilicé mi karate para destruir una pequeña aldea.

Porque en mi cerebro, yo les decía: “sigan derecho por la avenida y luego suban hasta encontrar una calle que cruce las vías del tren y dé a una sucesión de galpones de ladrillo a la vista. Ahí es.” Pero las directivas que salieron de mis labios en realidad dijeron algo así como “ustedes siguen por esta calle derecho hasta el río. Lo cruzan y luego van hacia el este, hasta encontrar unos edificios enormes, color ladrillo”.

Los mandé a Uruguay.

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Hace un par de meses, mi suegra sufrió un accidente al bajar del colectivo. El conductor, apurado, arrancó con ella todavía en el aire y ocasionó una fiera caída sobre un tacho de residuos y –posteriormente- el cordón de la vereda. Cuatro fracturas de costilla y un neumotórax –amén de mucha mala sangre, indignación para con los traumatólogos que no supieron encontrar las fracturas ni mirando la radiografía y corridas varias- fueron el resultado de esta situación, que aún hoy se está tratando.

A fin de no darle excusas a la aseguradora (ART) involucrada, la internaron en Villa Ballester, a un bueeeen rato de viaje. La clínica (Santa María) resultó ser famosa por su falta de moral e idoneidad, en el mejor de los casos. Les paso de ejemplo una conversación entre dos enfermeras, a la madrugada, oída por una amiga de mi suegra que se quedó a pasar la noche. Situación: una pobre mujer de unos 50 años gritaba e insultaba en la sala de espera, debido a que su hija se había muerto debido a una sobredosis de pastillas. Ni un suero le habían puesto, limitándose a ponerla en una camilla y dejarla en un pasillo.

Enfermera 1: -Se murió la mina de la sobredosis…
Enfermera 2: -Boluda, vos ni siquiera le habías hecho una historia clínica…
Enfermera 1: -Pensé que la habías agarrado vos… ni una “vía” le pusimos
Enfermera 2: -No importa, vos cubrite, nena. Ponele un suero ahora y que se hidrate si puede.

Y se cubrieron. Pero no es la clínica lo que genera este relato, sino lo que sucedió durante una noche, a mi regreso de ese lugar. No se distraigan.

Para volver (fui varias veces) yo podía elegir entre combinar dos colectivos para tardar una hora, o tomar sólo uno y tardar hasta dos horas, dando vueltas por todo el partido. Era tarde para subirme al tren, si bien estamos hablando de una estación que no seduce gracias a la seguridad en sus andenes y que nunca consideré como alternativa. Llámenme cobarde, pero eso de que me roben y me peguen y me violen y me coman no vale media hora de ventaja.

Yo volvía haciendo el trayecto largo, sentado cómodo, y leyendo. A falta de mejores cosas y con algo de curiosidad propia de mis lecturas de adolescente, la lectura consistía en la novela: “Un saco de huesos”, de Stephen King. Llevaba una década -por lo menos- de haberlo dejado de leer al enfermo éste, y me parecía entretenido eso de volver a vernos las caras. Además, el libro me era desconocido y de adquisición gratuita, ya que había sido encontrado por mi madre en la calle días atrás, caído vaya a saber uno de qué mochila oligarca.

Muy pronto recordé las razones que me habían hecho abandonar a Stephen King: sus libros son todos iguales, con los mismos personajes, transcurriendo todo en Maine, a orillas de un lago. Y con un demonio, o varios demonios. ¿Un poco de miedito de a ratos? No realmente, sino más bien una incomodidad ante los sucesos desagradables en la historia. Cual si fuese una señora gorda de las que salen pintando patos desde los countries en la tele mientras sus esposos explotan a otras personas a fin de poder saciar los caros caprichos de sus nuevas esposas y sus pequeños hijos en edad de ser sus nietos, me horroricé en varias ocasiones, preguntándome acerca del verdadero alcance de un espíritu, y cosas de esas. Cuestionándome, si quieren, acerca del Mal en sí. La forma en que nos afecta (o se nos presenta) y esas cosas. Me dirán que King no fue el primero en hacerlo, pero yo le reconozco que por lo menos lo hace con destreza y una frecuencia literaria que (de tan abundante) raya lo casi obsceno.

Los libros me duran poco, y en horas corridas este libro me duró unas cuatro o cinco, terminándose dos minutos antes de que yo debiese descender del vehículo en el que resultó ser mi último viaje de regreso (por fortuna, mi suegra estuvo internada sólo una semana, cuando originalmente se pronosticaba el doble). Bajé con cuidado, cosa de no agregar otro sorullo a ese inmenso inodoro lleno de mierda que venía siendo mi vida esa semana (puede que esta frase se deba a que estaba teniendo que renegar más de la cuenta con las cuestiones relacionadas a la organización de mi casamiento).

Y ante mí, un perro.

Era negro, de pelo chato y hocico encanecido. Uno de esos pulgosos flacos con aire de galgo u dobermann, bien callejeros, que no reconocí entre los “habitués” de esa parada, donde una vieja improvisó unas cuchas con cajas envueltas en nylon y a veces deja bandejitas con alimento balanceado seco. Le clavé la mirada y me alejé, porque uno nunca sabe si está el tarascón esperando. El chucho caminó a mi lado sin alejarse, y sin detenerse pegó un aullido corto, como de diálogo. La luz puso sus ojos rojos, y su aspecto no era el más macanudo de los aspectos.

-Faltaría que fueses el diablo, la puta madre –le dije, casi de un modo automático, pensando en Maine. Al otro lado del puente que cruza el acceso norte de la panamericana se veían las luces de la estación de servicio, pero el barrio entero parecía estar vacío y deshabitado, y en esa esquina éramos este perro y yo: no había más nadie. Como no llevaba reloj, apreté un botón cualquier del teléfono celular y vi que faltaban diez minutos para las doce de la noche. Me decidí a apurar el paso, y con alivio descubrí que el perro no me seguía, sino que se detenía al comenzar al puente.

Había cruzado el puente cuando me volteé. Todas nuestras madres y padres y tías y abuelos nos enseñaron una y mil veces a mirar hacia atrás en estado de alerta cuando la noche llega en la ciudad y nos encontramos caminando en relativa soledad, por si acaso. Como para poder correr y tener una oportunidad de escape. Como para verlo venir al ladrón, al violador, al homicida. Como para por lo menos entender qué fue lo que nos pasó, cosa de llegar al purgatorio sin convertirnos en desaparecidos de nosotros mismos, o conocer el rostro del agresor; vaya uno a saber.

Al otro lado del puente, el sarnoso seguía sentado, mirando en mi dirección. No se movía. Yo me puse a pensar en que cada vez hay más perros en esa esquina, y seguí caminando. Hice una cuadra envuelto en el silencio de un jueves a la medianoche, doblé en una esquina e hice una cuadra más, quedando sobre la calle de mi casa, a cinco cuadras de ésta.

Y frente a mí, el perro.

No lo vi hasta que estuve a dos metros de él. El cerebro quiere negociar antes de entrar en pánico, y por eso imaginé, en un principio, que se trataba de otro perro. Pero sabía que era el mismo perro. Por las dudas no me pregunté la forma en que el animal había llegado hasta allí. Cabe aclarar que a esa altura de las circunstancias yo ya le temía más al Mal que pudiese estar embutido en ese perro, que a las malas intenciones de un ladrón oportunista y pasado de paco.

-La concha de tu madre, perro –le dije, deteniéndome. No estaba asustado, pero sí nervioso.

El bicho ni se inmutó. Y de repente me preocupe de arriba a abajo, ya que insultar al demonio no suele ser la mejor forma de conseguir que el mismo deje de molestarnos (o al menos, no lo parece en las películas de exorcismos y los libros del género). Soy cristiano, pero no lo suficiente como para hacérmele el guapo al Diablo, eso es seguro. Hice fuerza para entrar en razón y creer nuevamente que era un perro y nada más, y así amagué a tirarle una patada de esas que se quedan cortas y no pegan, pero asustan y recuerdan que no todos los seres humanos somos amantes de los animales.

-¡Fuera, perro! –grité en voz baja (ustedes saben como es), para acompañar el movimiento.

El perro no se movió, pero soltó un aullido mucho más largo que el primero, y de repente, los cuatro o cinco faroles de la cuadra más cercanos a nosotros se apagaron de golpe, todos juntos. Yo no me había dado cuenta hasta ese entonces, pero por donde supuse que el perro debía haber pasado, tampoco había luces encendidas.

-Deben estar fallando los cables –pensé optimista. Era posible, pero mi estómago se revolvió así y todo. Las probabilidades de que ese perro fuera un demonio eran escasas, remotas, remotísimas. Yo no creía que lo fuese. Pero si era, yo estaba decidido a no quedarme a preguntar. Salí caminando apuradito por el medio de la calle vacía, más apuradito de lo que lo había hecho en las cuadras pasadas, con la prisa del que se pone serio, que es más picante que la del que quiere evitar ser robado o llegar tarde al laburo.

Pero esta vez, el perro me acompañó. Y lo hizo mirándome y aullando bajito, siempre a una distancia prudencial, alejado tanto de mis posibles patadas de mentirita como de las que el miedo pudiese convertir accidentalmente en verdaderas. Ese aullido debe haber sido uno de los sonidos más asquerosos –esa es la palabra- que tuve la desventura de escuchar. Parecía un aullido de hambre, monótono, angustioso, que cada cinco segundos se entrecortaba pero no se detenía. Y en la calle seguía sin aparecerse un alma, por lo que seguíamos siendo sólo el perro y yo, con mi silencio y su aullido. Pero cuando me encontraba a pocos metros de mi casa, el perro (¡Por fin, por fin!) dejó de aullar. Se adelantó y apuró el paso. Se detuvo justo sobre el “lomo de burro” que hay frente al portón de entrada. Mis perros, desde adentro, comenzaron a ladrar y gruñir corriendo sueltos frente a las rejas como siempre ante cualquier cosa. Mi cerebro cagón, evolucionista y hereje no cesaba en sus ganas de razonar, de quitarle en sensacionalismo paranormal a la situación.

-El perro tiene hambre, Andrés –me decía-. Tiene hambre y reconoció tu olor, y por eso se detuvo justo en tu casa. El perro se dio cuenta de que no eras amenaza, de que varios perros tienen trato con vos. Además, tenés una perra hembra que puede haberse refregado contra tu pantalón hoy, más temprano. El perro olió eso también: puede haber olido incluso esa bolsa ziploc (sucia de empanadas) que llevás en la mochila. El hecho de que no hubiese nadie en la parada de colectivos y de que siga sin haber nadie en la calle lo hizo aferrarse a vos, que en una de esas sos, efectivamente, su única posiblidad de ligar un cacho de pan, o un hueso viejo. Por lo menos, hasta que llegue el día.

Pero yo por dentro lo único que hacía era putearla a mi suegra, con cosas como “¿Quién mierda la manda a caerse a esta vieja y a hacer que mi novia vaya a cuidarla toda la noche como si fuera enfermera y a mí a llevarle comida a mi novia y a volverme en colectivo a estas horas de la noche y la puta madre podría haberme tomado un remis para que concha trabajo si no me voy a pagar un puto remis?”

-Ahora te traigo un hueso, perro –le dije mientras abría el candado-. Pero si cuando vuelvo no estás, no me ofendo.

El perro se quedó sentado en la calle, ante los perros que no sabían si darme la bienvenida o seguir ladrándole al saco de huesos que me había acompañado hasta allí. Mientras giraba la llave de la puerta de mi casa (la edificación propiamente dicha), me di vuelta agradecido de que las paredes que dan a la calle no me permitiesen verlo. Sin sacarme la mochila, ni cerrar la puerta, ni prender la luz, ni lavarme las manos enfilé rumbo a la cocina y allí abrí la heladera (gracioso habría sido abrirla en otro lado, ¿se imaginan? Por ejemplo, donde no estuviese, ponele: el baño… jajajajaja… soy una locomotora del humor) para sacar un hueso de esos que mi madre compra embolsados en la carnicería y que yo meto en un recipiente plástico enorme como él solo pero lo suficientemente pequeño como para entrar en la heladera (jajajaja… ¿no les dije? Soy hilarante y mi prosa te envuelve).

Y de repente, mis perros se quedaron en silencio. Eso quería decir que el perro, el otro perro, se había ido. La seguridad de sentirme en casa (todos mis sentidos lo confirmaban) me devolvió los ánimos y me sentí casi triste de no haberle dado el hueso, así que abandoné la cocina de todas maneras llevando tres huesos. Uno para mis perros guardianes que lo habían espantado y otro para él, por si en una de esas todavía se hallaba cogoteando con el rabo entre las piernas a mitad de cuadra. Sé que eso no se hace porque después al perro no te lo sacás más de encima, pero bueno, soy un amor de tipo. Si creen que en algún momento me voy a cansar de decirlo es porque obviamente no me conocen. Miré por la ventana y vi pasar las luces de un auto.

Y al llegar al living, en la oscuridad, el perro.

Con los ojos rojos y la mirada fija, el perro.

Con sus cicatrices sarnosas, el perro.

No estaría mintiendo si les dijese que no me cagué simplemente porque Dios es grande. Puteé algo –no me acuerdo qué- e hice de un hueso una piedra: se lo arrojé con todas las ganas, rogando que hubiese sido un hueso beatificado, de vaca sagrada, de sacerdote, de San Roque. A esa distancia no podía fallar: le di en el lomo, de lleno, haciéndolo llorar de dolor. Tropezando con las cacerolas viejas que los perros usan como bebederos, lo perseguí hasta darme con el portón de rejas, que por lo angosto del perro no fue impedimento para la huida pero me detuvo. Le tiré desde ahí con otro hueso, y con otro, y si hubiese tenido un cañón de plasma lo habría usado también, con el cuidado de guardarlo para futuras aventuras (léase: violentar un camión de caudales, o someter a un grupo de colegialas). Mis perros recibieron, a su vez, cada uno una patada en nombre de todo lo que es santo. Antes de cerrar la puerta, aproveché la luz que venía de afuera para buscar la llave de la luz del living.

Pero la lamparita no encendió, porque se había quemado.

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Éste sábado pasado anduve por la feria, si bien lo hice también el domingo. Lo que pasó fue que el sábado un par de otros muchachos y muchachas de los que también pierden tiempo con esto de los blogs pensando en que algún día van a poder vivir de esto en lugar de cortar por lo sano y filmarse teniendo sexo con un famoso, (sí, oración larga) estuvieron presentándose en el Stand de Clarín y la revista Ñ, que ahora viene a ser oposición, supongo, o al menos eso dice Kirchner. Ya les dije que no entiendo de dónde sacó eso, cuando lo cierto es que a algunos periodistas de TN sólo les faltó salir en cámara quemando boletas de otros partidos a la voz de: “¡ANTRAX!”. Mi deber moral era, entonces, pasar por lo menos a saludar.

Los invitados o habladores fueron Esteban Podetti (de Yo contra el Mundo) y Baterflai (de Mantantirulirulá), además de una suerte de conductora o animadora digna de Utilísima, y un muchacho de rulitos que parece macanudo, y que dibuja en un blog que se llama “Una copita cada día”, o algo parecido. En esta nota hay una foto en la que salgo, sin mucho detalle afortunadamente. Al que me encuentre le doy un premio imaginario.

Confieso que durante los primeros momentos mi atención se desvió casi absolutamente hacia un costado, donde se encontraba ESE SEÑOR que es el mejor dibujante que ha tenido este país , y que se llama Diego Parés. Tenerlo ahí al lado me hizo sentir tan “Groupie” que casi me desmayo. Yo creía que era una manifestación divina envuelta en halos dorados de genio y divinidad, y sí, es así, pero disimula bajo toda la humildad del mundo. Con su esposa, su hijita… una cosa tan humana que me estremeció los genitales y que me aumentó la admiración a niveles estratosféricos. He llegado a la conclusión de que Parés puede dibujar cualquier cosa, incluyendo sonidos, olores y cosas en colores ultravioletas sólo perceptibles para las abejas, los lobizones y dos o tres niños índigo.

Pero de Parés les hablaré otro día, por lo pronto, lo que ustedes deben hacer es comprar, gozar y guardar su último libro: “La esperanza fue lo último que se perdió” . Yo me lo compré y les juro que no paro de sorprenderme y maravillarme ante la bestial conjunción de profesionalismo admirable, genio vastísimo y sabrosa locura de este señor de 38 años ante quien me postro. Sí, me postro. Los veintinueve pesos mejor gastados en lo que va del año.

Cuando me despedía de Parés, Podetti se hallaba a un costado, probablemente medio podrido de saludar a desconocidos loquitos. Me acerqué y lo saludé, y le dije que era yo. Porque era yo. Y lo primero que hizo este bloguero al que todos conocemos fue preguntarme si estaba armado.

Espero que lo haya dicho en broma, pero la verdad es que no sé, realmente no sé. También lo dejó por escrito en su blog. Le respondí haciéndome el sofisticado, bromeando que “no, porque venía de trabajar”. Así cruzamos dos o tres palabras más, tuve la suerte de conocer a un comentarista casi mitológico (Mesch), pero no pude sino volver a casa pensando en que quizá, a través de este coso (me refiero al sitio web), doy una imagen equivocada de quien soy como persona. Porque antes, las personas al conocerme decían: “Uy, que alto” o “¡Caramba, qué sarcástico y sagaz!” o “Es muy gruesa, papito, no va a entrar”. Y ahora, en su lugar es muy probable que se pregunten de dónde voy a sacar la ametralladora.

Resulta que soy, entonces, Boogie el Aceitoso.

Pero en rigor de verdad, creo que tengo derecho a convidarles unas grajeas de sobre lo que soy, como soy, y de que la voy, cosa de que podamos saludarnos en paz. No necesito que la gente me tema: para eso ya van a estar mis hijos el día de mañana.

BoogieO sea: no ando armado. Los fierros son para practicar en el polígono o Tiro Federal, y viajan en estuches cerrados, descargados y totalmente inofensivos. Una vez usados contra los cartones, se limpian y guardan hasta la próxima vez. No tengo un arsenal en casa, ni nada que se le parezca. No pertenezco a ninguna sociedad secreta de tiradores; ni siquiera estoy asociado a un club, ya que me conviene seguir yendo como “invitado” debido a que cada vez voy menos. A los chicos y a los ciegos en las calles les doy monedas. Ni siquiera guardo fotos de armas de fuego en la PC. No poseo libros de armas, ni los pido prestados. No tengo mucho de justiciero, y lo penúltimo que yo querría tener que hacer sería dispararle a alguien algún día para defender mi vida dentro de casa, ya que lo último que querría hacer sería seguramente otra cosa, no sé… tendría algo que ver con meterme la parte más larga de una llave allen al rojo vivo por el orificio peneano, supongo. Soy de derecha pero cagón, basta con decirles que en las últimas dos elecciones la voté a la gorda Carrió, que es más bien radical pero indecisa.

No tomo alcohol casi nunca, ni fumo. Si alguien quiere entrar a mi casa, que se lleve todo pero que no me haga nada ni se meta con mis seres queridos: yo me atrinchero en mi habitación esperando que los perros “entretengan” o “desalienten” a cualquier invasor, y espero (es en serio) la intervención de la policía, a quien llamaré para avisar que frente a mi casa se encuentra Julio López jugando a la mancha venenosa con la morocha que hace las veces de secretaria/guarda-vidas en “El Muro Infernal”, cosa de que se apuren o se apuren. No soy de ir a tirar napalm a las villas, y si no estoy trabajando estoy comiendo o mirando tele, o cocinando, o lavando los platos. La otra noche hice 3 pizzas: la primera era mitad espinaca y mozzarella-mitad salame picado grueso y mozzarella. La segunda, de jamón y mozzarella, con aceitunitas rellenas, y la tercera era de mozzarella con rodajitas de tomate y mucho orégano. Cuando puedo, duermo.

Y otra cosa: Cuando la gente habla de tragos o boliches, yo sonrío y pongo cara de circunstancia porque no tengo ni la más puta idea. Lo mismo cuando hablan de vacaciones y lugares que conocen. Me entusiasmo mucho cuando se habla de videojuegos, porque de eso sí que sé. Y cuando la gente empieza a hablar de psicología o el comportamiento humano yo automáticamente pienso en perversiones sexuales, tipo una combinación zoo-necrofílica, porque creo que únicamente esos son casos de desviación “en serio”, como para hacerte ver.

¿Estoy bien, doctor?

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Dejemos de lado la lipotimia y el “casi-desmayo” que sufrí en el tren al otro día, o el hecho de que –pasada una semana- volver a cagar se me hace tan improbable como el fin de guerra en Medio Oriente, la aparición con vida de Julio López o una Selección Argentina volviendo a salir campeona en un mundial de fútbol. Resulta que en este sueño (que tuve durante la madrugada del domingo pasado), yo estaba caminando a través de lo que parecía ser una estación de subte abandonada, llena de automóviles oxidados, corroídos y casi destruidos por el tiempo. Jorge, mi vecino y padre de un amigo de la infancia, se encontraba allí abajo. Se ofrecía a llevarme hasta casa, cosa que yo rechazaba con una excusa poco convincente pero que no recuerdo del todo. Se sentían olores a crayones Jovi y a humedades diferentes.

Y de repente estaba caminando en una zona que me recordaba mucho a la casa que supiéramos tener en Merlo, esa que nunca terminamos de pagar, o que directamente ni siquiera comenzamos a pagar. La que nos ocuparon y dejamos de pagar, sí. Allí, el camino se dividía en tres senderos, todos ellos idénticos y llenos de juguetes, botellas, latas y demás artilugios, todos rotos. Como si un almacén o kiosco hubiese sido saqueado y sometido al vandalismo casi al punto de la destrucción.

Entonces yo me subía a un colectivo amarillo del tipo: “autobús escolar de película estadounidense”, en el que mis compañeros de la primaria viajaban sin haberse percatado del paso del tiempo. Y se daba vuelta el conductor, y se ofendía, acusándome de haber soltado una flatulencia. Pero yo no había soltado una flatulencia, y pedía a gritos por mi abogado, mi representante legal (ese fue el término utilizado).

Un zombi Entonces subían los zombis, sí, los zombis. Terribles zombis, que se apoyaban en los asientos y forcejeaban con mis compañeritos de colegio. Y el más grandote de los zombis tenía pinta de suricata o mapache, con la cara marroncita y el contorno de los ojos en un color bien oscuro, como de antifaz malvado. Y yo entonces desenfundaba una pistola, porque por alguna razón andaba con «la 22» encima. Claro, por eso estaba todo llenos de basura tirada: porque habían pasado los zombis. Siempre los zombis.

Mi vieja –porque estaba mi vieja también- , me decía: “Tirale, tirale”. Y yo le tiraba, pero el zombi con ojos de mapache se bancaba los ocho tiritos en la cabeza sin acusar recibo, lo cual no se explicaba, porque se supone que los zombis mueren cuando se les dispara en la cabeza. Y los otros zombis se comían a mis compañeritos, y el chofer (a quien los zombis no se comían porque estaba borracho y resulta que el alcohol en mi sueño a los zombis los lastimaba) lloraba emocionado, porque ellos eran héroes. O al menos él decía que eran héroes sociales. Que los zombis eran héroes sociales.

¡Pará! –decía yo emocionado también, soltando el arma que se desvanecía en el aire. Y me ponía a buscar en el piso del autobús –que estaba alfombrado-, donde había chupetines, medias sucias, vainas percutadas pero de otros calibres y huesitos de pollo. Porque quería regalarle algo al zombi-mapache; quería sobornar al que parecía ser el líder, o al que era por lo menos el más grande, qué se yo.

-Tomá –le decía entonces, levantando del suelo un extraño artefacto-. Esto es para vos y para los tuyos, siempre y cuando te vayas.

El coso ese era una especie de híbrido entre lo medianamente artesanal y lo relativamente tecnológico. Imaginen una enorme pluma de ganso que está adosada a una maquinita de hacer tatuajes, y lleva encima un cartucho (del tamaño de un dedo pulgar) lleno de líquido rojo. El artefacto está encendido, y la pluma gira sin control, como taladrando.

-No entiendo –me decía el zombi-con-cara-de-mapache, que hablaba-. No entiendo y me estoy empezando a poner nervioso.

-Obviamente estás muerto y no sabés nada de la vida –fue mi respuesta-. Lo que sostenés en tus manos no es otra cosa sino “Tjolmnir, el primer y más legendario hemógrafo”. Los hemógrafos son las herramientas que utilizó Odín para escribir sus letras más importantes. La tinta en ese contenedor está hecha con la sangre de una criatura mucho más cercana a la perfección que cualquier ángel; una criatura que nosotros los humanos no conocemos ni conoceremos jamás, ya que los dioses también guardan secretos que se omiten en las escrituras y no se revelan siquiera ante los profetas.

-¿Tenés papel? –preguntaba el zombi.

-No necesitás papel –respondía yo, muy orondo-. ¿Son todos los zombis así de ignorantes? Se ve que comen mucho cerebro pero lo cagan antes de digerirlo, jajajajaja… El hemógrafo es un lápiz de sangre, y como tal, escribe únicamente sobre el aire.

-A ver… -decía entonces el zombie. Y escribía en el aire, en letra imprenta mayúscula, con la sangre chorreando y poniéndose negra a medida que se secaba frente a mis ojos:

TE EQUIVOCASTE FALTÁNDOME EL RESPETO, FLAQUITO. Y AHORA POR ESO CADA UNO DE NOSOTROS TE VA A TENER QUE ROMPER EL CULO. NOSOTROS NO SOMOS ZOMBIS CUALESQUIERA: SOMOS DE LA FUNDACIÓN “RIGOR MORTIS POR EL ORTIS».

Por suerte me desperté antes de que lo sofisticado dejara paso a lo alevosamente carnal. Contado así es gracioso, pero no me parecía tan gracioso en ese entonces.

Es que mi pobre madre iba a presenciarlo todo, y los zombis eran como cuarenta.

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Samuel


Me voy a olvidar de la mayoría, pero aquí van los más representativos (los que recuerdo):

Catalina, los trillizos Manchita, Pintita y Saddam Hussein, los mellizos Guillermina y Gustavo, Luz, sus hijos Francesca y Jamemú, Envido, Coco Liso, Chatrán, Pikachú, Leoncio, Junior, René, Totó, Benito, Fernandito, Román, Rintintín, Charly, Maggie… todos ellos fueron mascotas y –a decir verdad- parte de la familia. Entre los todavía vivos podemos contar a las perras Lara y Kyra, al perro Bugenlavitz I y al gato “Chichí”. Debo haber tenido unos sesenta gatos y diez perros, a lo largo de mi vida. También tuve pajaritos, tortuga… de todo, y desde que tengo memoria.

Pero el que nos importa (mas allá de que adoré a los brillantes Leoncio y su hijo René), es Samuel. Fue Samuel. No sé porqué nunca escribí este artículo, o porqué no lo hice antes. No lean si son de las personas que no simpatizan con los animales domésticos o satánicos, porque se van a aburrir.

Samuel era un gato siamés. Habrán oído decir ustedes que los siameses son más inteligentes, y la verdad es que eso es muy cierto. Samuel era mucho más inteligente que el resto de los gatos que teníamos por aquel entonces, y también mucho más cariñoso, carismático y-por sobre todas las cosas- malvado. Era el gato del diablo. Llegó a casa por accidente, ya que un par de amigos del barrio tocaron timbre en mi casa tras encontrarlo gritando en la calle. Era un gato siamés muy bien cuidado, muy delgado y estilizado en su figura, de tamaño mediano, lo que me hizo pensar que era una gatita hembra. Lo más gracioso es que tenía perfume de mujer. Sí, perfume. Y de los caros. Mía no era, pero mis amigos me la encajaron igual debido a que yo conocía a alguien que tenía gatos siameses (a la vuelta de casa) y podía ir a preguntar.

Tranquila, tranquila –le decía yo. Y la gata gritaba incansable con ese tono horrible y potente de tortura que tienen los siameses en el maullido.
Es un gato –dijo mi hermana-. Es macho.

Y sí, tenía unas enomes bolas marrones. Al principio no se las habíamos podido ver porque tanto su cola como sus patas se hallaban contraídas (el veterinario luego determinaría que se trataba de una pata rota). La pusimos en una canasta y mi hermana salió a preguntar a los vecinos de los cuales sospechábamos una posible relación con esa cosa que gritaba. Pero no era de nadie.

Me lo quedo –dije inmediatamente, pensando en que esos gatos son caros y yo no gasto plata en comprar gatos-. Si nadie viene a pedirlo, me lo quedo. Pero tenemos que hacer algo con ese olor a puto.

Y en ese instante, el gato guardó silencio y me miró con la boca abierta. Me di cuenta de que era ligeramente bizco.

Pasó ese día y nadie vino a preguntar. Pasó el siguiente y nadie vino a preguntar. Y el gato, medio rengo y ya vendado, curioseaba por lo que se convertiría en su morada. Unos veinte días después, una señora muy mayor, muy engalanada y oliendo a perfume de los caros se paró a conversar con mi madre, que barría la vereda. Su gato siamés se había escapado tras cortar, como con un alicate, la cantidad necesaria del mosquitero de la cocina. Pero para ese entonces el olor a perfume había ido reemplazado por el olor a nada, y Samuel había comenzado a ser Samuel.

El siamés tiene mucho de perro. Es territorial y adopta un amo, o socio único, si se quiere. Se podría decir que es con el único que tiene trato directo, de todos sus empleados. Samuel también, a fin de poder dominar a los otros gatos de la casa (tres además de él), supo ganarse todos mis favores debido a su condición de “paciente en recuperación”. Aprendió a morder a los otros gatos mientras éstos dormían y a ponerse siempre en el rol de víctima, pidiendo “upa” después de haber fajado a otro gato, gritando postrado desde su cama cuando alguno de los “desplazados” se acercaba a su posición, sin levantarse ni defenderse.

Tres particularidades lo hicieron único. La primera de ellas tuvo que ver son su tamaño, ya que la fragilidad propia del siamés desapareció en cosa de cuatro meses, dejando lugar a lo que parecía un pequeño puma físico-culturista de pelaje brillante pintado para parecer un gato siamés. Se convirtió en un rey de la provocación, y cuando se sintió fuerte se encargó de someter a todos los otros gatos bajo un lema: la pelea se acaba cuando uno de los dos muere o cuando la detiene el juez de paz. Un gato macho promedio de raza “mixta” ronda los tres kilos y medio, quizá cuatro kilos, antes de ponerse gordo. En su mejor momento, Samuel pesaba seis kilos y era pura fibra demoníaca, enorme por dónde se lo mirase y cada vez más astuto, más inteligente y mas mío. Un gato promedio pelea hasta echar al otro de su alcance; Samuel no aceptaba rendiciones y sus enemigos sólo escapaban introduciéndose en algún recoveco demasiado angosto para él, trepándose a un árbol (su peso le impedía trepar) o consiguiendo que algún integrante de la familia intercediese. Los otros gatos lo veían y salían corriendo. Lo evitaban, y se aparecían por la casa sólo cuando sabían que él dormía, que era precisamente cuando yo dormía. Cobraban los machos y cobraban las hembras, porque a Samuel el romance no le interesaba, cosa que se evidenció cuando le trajeron una gata siamesa revolcándose de celo para hacer crías, obteniendo como única respuesta el desinterés sexual propio de un caballero Jedi.

Ese gato está enamorado de vos –decía mi madre.

Porque Samuel no podía dormir sino conmigo. Y me lo hizo entender a los gritos, una, otra y otra vez: no era la cama cómoda lo que buscaba, sino a mí. Y mi responsabilidad de padre era dormir con él, con mi brazo como su almohada y su mirada sobre la mía hasta quedarnos dormidos, pero sus pretensiones se acomodaron a lo que no era negociable: de doce a seis de la mañana, y alguna siesta. El único gato de vida completamente diurna, y siempre en hora. Ambos dormíamos encerrados en mi habitación, ya que de lo contrario los otros gatos se condenaban a la inanición voluntaria. Pero Samuel salía todas las mañanas y olía a su alrededor, erizando los pelos de ira al descubrir que otros gatos seguían entrando a su castillo. Así fue que, mirando y mirando, aprendió a abrir las puertas colgándose del picaporte, saltando desde una silla. Una mañana, mientras los otros pobres gatos desayunaban, la puerta se abrió sin dar tiempo a nada. Cobraron todos. Al otro día, el hecho se repitió. Y al siguiente, por lo cual tuve que comenzar a poner llave.

La segunda particularidad tuvo que ver con su forma de manejar sus desperdicios. Porque Samuel no hacía caca acuclillándose como un gato común, sino que lo hacía sentándose sobre sus patas traseras, casi como una persona, levantando una pata cual si fuera un jefe indio, y nunca aprendió a tapar su caca con las piedritas sanitarias. Tratamos de enseñarle con gestos, con ejemplos simulados, con lo que fuera, pero a Samuel le daba asco su propia caca. Si se manchaba de caca, se quedaba acostado con la parte manchada elevada en el aire, y gritaba.

-¡Qué olor! –decía mi madre ante el sorete saliendo de un gato tamaño perro-. ¡Llevalo al baño a ese gato hijo de puta!

Entonces, en pleno sorete, quien suscribe levantó al gato y lo llevó al baño. Resumiré la historia diciendo que Samuel aprendió a maullar de un modo diferente y sin salir del baño, sólo para decir que había hecho caca, y que alguien debía tirar la cadena y desinfectar todo. O bien limpiar y lavar con lavandina el bidé ante una confusión comprensible (a fin de cuentas, era gato).

Por otro lado, el hacer pis para él no era sólo vaciar la vejiga, sino que consistía en el 40% de su lenguaje físico. Al no poder hablar con palabras, aprendió a explicarme su descontento por el hecho de que yo pusiera llave en la puerta. Comenzó orinando la puerta, y luego prosiguió orinando la televisión. Y la ropa. Y así el gato finalizó ganando, ya que no prestarle atención a sus reclamos equivalía a ser orinado. Aprendí a no dormir más de la cuenta, y a estar siempre atento, cosa de poder reconocer cuando se acercaba sinceramente buscando afecto, y cuando quería en realidad subirse a “upa” mío para poder orinarme sin desperdiciar ni una gota. Los retos no funcionaban debido a que él gritaba más fuerte, y la única vez que me animé a pegarle un cachetazo, el gato cayó en un pozo depresivo.

Tiene estrés –dijo la veterinaria, ante el gato que de un día para el otro se negaba a caminar por sus propios medios y me ignoraba, amén de que llevaba un día sin probar bocado, no maullaba y perdía el pelo de a mechones-. No tiene nada más. O sea, no tiene nada, en realidad. La caída del pelo se debe a un hongo natural, por el estrés.
-Lo que faltaba –respondió mi madre-. Un gato estresado.
Perdoname, Samuel –dije yo acercándole comida esa tarde, poniéndolo en mi cama-. Te prometo que nunca más te pego.

El gato suspiró y se dejó caer de costado, dejándome a mí sin saber si abrazarlo o pegarle una patada, por manipulador. Finalmente nos tapamos con la frazada y nos dormimos una buena siesta, de la cual salimos tan hambrientos y animados como siempre.

Y un día, llegó la hemobartonella. Esta enfermedad hizo que mi gato prácticamente se desarmara, y perdiera peso, salud, energía. Llegó una tarde en la que (tras dos días de internación) la veterinaria lo envió a casa con la intención de que muriese en su castillo. Con sus últimas fuerzas, el gato deshidratado rengueó hasta el baño, porque un caballero no podía cagarse encima. Eso estaba fuera de toda discusión.

-Tirá la cadena –me dijo en un maullido débil que me hizo llorar todavía más de lo que ya había estado llorando.

Me llevé la canasta a la cama, y tomándole una de sus enormes patas delanteras me quedé con él. Fue una de las noches más largas de mi vida, y en la que más lloré. Fue la noche en la que me sequé. El gato agonizaba pero no se dormía. Volaba de fiebre, pero no se moría. Yo lo acariciaba y le pedía que no sufriese, como sucede con todo ser querido al que uno ve ya en las últimas. No sé cuando, pero a eso de las cinco debo haberme quedado dormido.

A las seis, Samuel me despertó con un maullido débil que decía: “No sé como, pero estoy vivo. En una de esas, zafo”. Entre lágrimas de alegría lo ví quitarse el suero con el hocico, para luego doblar la aguja de un mordisco. Y una vez en la veterinaria, pasada la sensación de milagro y mientras a mi gato lo afeitaban para cambiar la pata del suero, me desmayé. Desperté con mi madre asustada, y mi hermana explicándome que el gato necesitaría de un alimento especial, porque sus habilidades digestivas estarían disminuidas durante un tiempo. Recorrimos una docena de veterinarias hasta encontrar una que traía ese alimento. A precio de hoy, calculo que estaríamos hablando de unos 100 pesos la lata, del tamaño de un puño.

Pero se pagó, a pesar de que no había un mango, estábamos en plena crisis y la veterinaria nos había dejado secos. Y cuchara en mano me ocupé de regresar todos los bríos de mi gato, que a esa altura de la cuestión era ya mi hijo. Una lata por semana, que se convirtió en una lata cada dos días antes de interrumpirse, con la orden de alta médica. Y con mi gato comiendo de todo, como siempre, partiendo patas de pollo con los dientes cual si fuera un dogo.

Así, pasamos los mejores 18 meses de nuestra relación. Si yo estaba en casa, él estaba conmigo. Y si yo me quedaba quieto, él se subía en mi regazo. Nadie podía estar conmigo a menos que él también estuviese presente; caso contrario gritaba y orinaba cosas al azar hasta cumplirse su voluntad. ¿Llegaba yo tarde de trabajar? Él me esperaba despierto. ¿Salía a la noche? Él me esperaba despierto y preguntaba por mí hasta que mi madre me llamaba riéndose para pedir mi regreso, con el gato gritando de fondo, cabeceando debido al sueño y meándolo todo en mi habitación. ¿Yo tenía que hacer caca? Él se quedaba sentado afuera, a la puerta, siempre a mi lado. Demasiado pesado como para trepar, clavaba sus garras en mis pantalones y no se soltaba cuando quería “upa”. El haber caminado al borde de la muerte le dio una “Carta Blanca” todavía más amplia que la que supiera tener antes, y así se convirtió en el jefe de mi madre, de mi hermana, de los invitados y de la casa. Aburrido, bien alimentado y con sus enemigos erradicados, aprendió a cerrar las ventanas cuando sentía frío, y a abrirlas para romper los mosquiteros y salir a pasear, por lo cual tuvimos que comprar un arnés de perro para atarlo de a ratos (también aprendió a quitárselo). Ante la sed, aprendió a abrir la canilla del bidé con el hocico, y ante mi pereza, descubrió que las cosas ubicadas en la cabecera de mi cama, en el escritorio, eran lo suficientemente pesadas como para despertarme en caso de caerse sobre mí. Aprendió a abrir una por una las cuatro trabas de su jaula de transporte, con lo cual trasladarlo se volvió toda una odisea de cadenas y candados. Aprendió a cazar cucarachas y a amontonarlas junto al tacho de basura. Pasó a ser respetado inclusive por los perros, a quienes no temía en absoluto. Desarrolló un sistema de tortura fascinante que consistía en acercarse silencioso hasta ubicarse justo frente a otro gato mientras éste dormía, a una distancia no mayor a diez centímetros, y –tras echársele al lado cual esfinge del infierno- mantenerse con la enorme mirada fija en él, sin realizar movimiento alguno durante más de una hora, esperando por el despertar más lleno de pánico que puedan imaginarse. Todo bajo mi orgullosa supervisión, obvio. Lo más difícil de solucionar a través de las vías diplomáticas fue su ira incontrolable contra las personas que tuviesen olor a otro gato, ya que haber acariciado antes a otra mascota se transformó en sinónimo de mordisco hasta el hueso. Así, la familia aprendió a lavarse las manos antes de tocarlo, o a no tocar a nadie antes que a él.

Pero luego enfermó nuevamente. De la veterinaria al laboratorio, se le descubrió una afección en el hígado, de la cual no saldría ni aunque quisiera. Desmejoró poco a poco hasta convertirse en un espantapájaros, y mi hermana y yo nos encargamos de aplicarle las inyecciones (dos por día) a fin de bajarle la fiebre aunque más no fuese un rato. Pero su rutina jamás cambió, ni aún cuando comenzó a vomitar y defecar sangre en un paroxismo que duró tres días. Se mantuvo siempre digno y beligerante, y cuando se sintió morir (sabíamos que de esa noche no pasaría), pidió estar conmigo una vez más. Pasó la tardecita tirado al sol, conmigo a su lado. Me negué a darle una inyección letal simplemente porque se merecía una muerte que fuera suya, bajo sus propias reglas. Y a él no le gustaba ir al veterinario.

Esa noche no tuvo fuerza para subir a la cama. Lo subí, así como estaba, convertido en una bolsa irregular de piel y costillas, y me miró por última vez con esos enormes y bizcos ojos celestes que se apagaban. Luego se hizo un bollo enroscándose a un costado mío. Cuando desperté a las cuatro de la mañana, Samuel ya no existía. Los otros gatos, en un gesto que jamás en la vida entenderé pero que interpreto como curiosidad y temor ante la acefalía, me acompañaron en el entierro, paraditos junto al enorme pozo que hice en el jardín del frente de mi casa. Lo sepulté junto a todas sus pertenencias (platos, artilugios médicos, collares y correas), y supe que había tenido en él al más espectacular de todos los gatos.

Nada. Eso. La pregunta bichera del día es: Ustedes, ¿tienen mascotas?

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