Pese a no ser un enorme fanático del fútbol, la verdad es que los mundiales me alteran bastante (probablemente debido a que son como el Winning Eleven pero de carne y hueso, del mismo modo en que me gusta tener sexo debido a que las mujeres son como la pornografía pero en carne y hueso) y quiero que la Argentina gane y haga diez goles por partido y esas cosas. Y quiero que Brasil llegue a la final y ganarles con un gol de penal en el último minuto después de haber estado cero a cero todo el partido y siendo cagado a pelotazos, aguantando en una suerte de “Álamo” sudamericano y mercosureño. La idea era la de verlo con mi primo, quien saldría del trabajo antes de tiempo (yo me pedí el día amparado en el hecho de que todos mis alumnos ya me habían avisado de su ausencia, y encobijado en el hecho de que la directora sabe que si pido médico, éste siempre me encuentra algo peor a lo que yo creía tener debido a que soy un achacado de mierda y me da dos días en vez de uno). Y así fue.
Sonó el timbre pero la puerta estaba abierta. Ni lo escuché entrar debido a que la previa del partido era todo lo que me importaba en la vida. La pava a punto de hervir, el tipo llegó justo cinco minutos antes de que el partido comenzara. Vacías las calles, el viaje se hizo breve y más seguro que de costumbre. Saludó, llevó la moto al fondo. Los partidos de la Selección Nacional se miran comiendo facturas, del mismo modo en que la Copa Libertadores se mira comiendo pizza. Cumplidor, el negro.
El primer tiempo lo pasamos con los nervios y el aburrimiento de quien ve un partido con gusto a nada. Un pelotazo acá, un lateral allá, una posición adelantada. A la segunda taza de café con leche medio como que estábamos llenitos y con ganas de presionar el botón de “TV/VIDEO” debido a que la Playstation estaba prendida y en pausa, pero ninguno se animó a hacerlo quizá por miedo a ser tildado –por el otro- de mujercita, desubicado, vicioso o antipatriota. Como si uno no fuera todas esas cosas y otras peores también.
Y terminó el primer tiempo. Y un poco de zapping (hermoso el culo de esa mina, andá a saber quien era), ir al baño. El tiempo nos daba sólo para un partido amistoso de cinco minutos. Yo elegí Grecia nomás para joder. Él eligió Argentina como para envalentonarse y tratar de transmitir cierta energía al verdadero partido, que estaba para la siesta. El partido fue más o menos lo esperado: él hizo uso y abuso de su juego “físico” y la indulgencia del árbitro, mientras que yo me limité a ser cagado a patadas, atajar pelotas imposibles y recibir tarjetas amarillas, en toda una seguidilla de situaciones tragicómicas propias de este videojuego. Lo peor es que el partido terminó cero a cero y habíamos olvidado activar la solapita de “desempate”. Pero empezaba el segundo tiempo del verdadero partido (ese que tenía a Maradona en el banco de suplentes), y fue entonces que se puso interesante el asunto.
Porque, embole o no, eran los últimos cuarenta y cinco minutos, y algo tenía que pasar. En nuestro corazón, la fantasía de que Riquelme apareciese a la voz de “acá hace falta fútbol” y se plantase en el medio de la cancha, palpitaba. Al fin y al cabo, si el hermano de Meteoro era capaz de hacerlo, y el caballero del Fénix también era capaz de hacerlo, y Tuxedo Masked era capaz de hacerlo… ¿Por qué no iba a ser Román también capaz de hacerlo?
Pero no pasó nada hasta ese momento en el que, faltando quince o diez minutos, el marido de la Evangelina Anderson esa, marcó un gol de los que siendo horribles, valen uno, Uno a cero. Los goles más lindos también valen uno, pero para el caso, ¿Qué más da? Y minutos después entra Palermo, a definirlo. Maradona que le dice: “Cerrameló”. Y Martín acata.
Grecia no se merecía semejante privilegio; semejante lugar en la historia de mi emociones deportivas. Pero Messi una, dos, tres, y de repente un rebote. Y le queda a Martín Palermo, que trabaja de hacer goles. Lindos, feos, de pedo, de rebote, de pescador, de mitad de cancha, de cabeza. Muchos goles. Porque cuando te pagan para hacer goles, tenés que hacer goles. De lo contrario, sos un ñoqui de la pelota. Y Martín le pega, y adentro, que llueve.
A sabiendas de que estaba presenciando el que probablemente sería el momento más emotivo en la historia de los Mundiales bosteros, lloré. Y el negro lloró. Y se gritó de la peor manera, hasta la disfonía. Por primera vez lloré en un partido de fútbol, pensando en esa cara de ojos grandes, en Palermo y lo injusto que le fue el mundo del lobby del futbol, en esa nota en la que Niembro lo elogia y le dice que es alto y tiene un lomo bárbaro, en los goles al Real Madrid, en los abrazos con el mellizo, en los miles de chicos que hace diez años andaban con el flequillito hecho bosteros pirinchos rubios y hoy son emos o están presos o juegan a ahorcarse, en Bianchi, en Samuel Kuffour, pensé en todos. Pensé en todo y lloré. Y guardé todo eso en mi memoria. Para siempre.
Porque no me animo a confesar que la verdad es otra. La verdad es otra. Las condiciones, las circunstancias son ciertas. Palermo metió el segundo gol de la Argentina en su enfrentamiento futbolístico con Grecia, eso es verdad. Y se ganó dos a cero, y la gente festejó de mil maneras, y los infartos de miocardio aumentaron.
La cosa es que esa tarde de martes estuvo pintada de otra cosa. En mi casa no había nadie, ya que mi esposa trabajaba. La tele estuvo apagada toda la tarde y eso no le importó a nadie.
Porque mi primo nunca estuvo conmigo. Darío murió hace ya casi cinco años, víctima de la desgracia que acompaña a todos y cada uno de los accidentes de tránsito. Nunca tuvo una moto, ni licencia de conducir. El gol de Palermo me encontró a mí, caminando por San Isidro, en la soledad de las calles más empedradas que el centro de San Isidro jamás conoció. Ese gol hecho grito sordo que traspasó los ladrillos y llevó consigo el grito que de alguna manera es diferente. El de los goles de Boca, si se quiere. El tipo que me vendió la tarjeta de estacionamiento me lo confirmó, y veinte minutos después yo estaba en clase. Me habría encantado poder gritar el gol, pero lo más parecido a eso que hice fue soltar un «Grande Martín», y nada más.
Difícil resulta saber porqué se escribe. Hay quienes dicen que las manifestaciones artísticas se deben a la ausencia y nada más: que uno escribe canciones –por ejemplo- debido a que aún no existe la canción capaz de expresar lo que sucederá dentro de diez segundos. Insisto, es un por ejemplo.
Se preguntaran ustedes porqué escribí este artículo. La respuesta es que la realidad es menos útil a los intereses literarios. Necesitaba recordarlo de otra manera. Necesitaba apropiarme de ese instante y devolverlo con justicia a lo que debería haber sido, o a lo que será de aquí en más. De los significados que llevará de ahora en adelante, que serán definitivamente más honestos. Una historia real no es necesariamente una historia honesta, y si tengo que elegir entre la honestidad y la realidad a la hora de encuadernar mis recuerdos, la elección es simple ¿Cuánto puede ofenderse el destino de las crónicas por lo que hice? Poco y nada. Para que sea real, alcanza con que una sola persona lo crea, y confío en que alguno de ustedes (muy probablemente los seguidores noveles) lo habrá creído por unos minutos.
Porque si escribir no sirve para esto, entonces, ¿Para qué sirve?