The monkey realised she was a page away from it and stopped typing, Arcite still on the horse.
1 uno
Era un día casi lindo, de sol, poca nube y calor. Calor futuro en mayor medida: a las siete de una mañana de verano es más el calor que se espera, que el que se vive en la carne. Se entenderá mejor si digo que el calor que hacía esa mañana era ese calor que hace que las señoras salgan a regar las plantas para que el mundo se convierta en un sauna antes del mediodía. Era calor a ser.
Salí de casa sin apuro rumbo al centro. No era yo un croto, pero bien vale mencionar que me sentía casi disfrazado, vestido así de traje, como la gente. Como la gente muerta, quiero decir, con una corbata sobria y de nudo bien hecho, llegando a la hebilla del cinturón negro haciendo juego con los zapatos. Lo suficiente como para demostrarle al entrevistador que no era la primera vez que me ponía un saco y que podía volver a hacerlo. A fin de cuentas, es como dice el tango:
Salir a laburar es morirse un poco,
como pagarte los petardos en navidad,
ya no sos un pibe, qué vas a hacer.
En Retiro, el olor a chipá se mezclaba con el sudor suave de los oficinistas y el café de carrito. Era chipa redondo, de arandela gorda: al pasar junto a la canasta de mimbre que me los ofrecía le hice una promesa silenciosa a la vendedora, quien habrá pensado que le miraba el busto. Paseé los ojos por los puestos de diarios y los alfajores de los kioscos, mareado entre mis propios pensamientos y el olor a piso sucio, que también estaba ahí. Caminando frente a mí, una señora muy gorda y alta llevaba puesto un vestido de fondo azul y flores amarillas en el que llegué a calcular que entraban cinco flores y dos pimpollos por cada veinte centímetros cuadrados. Cargaba ella con el peso espiritual de la fuente de trabajo de un millón de abejas, también espirituales. Pensando en eso, crucé la calle, sin mucho cuidado. El semáforo había cambiado varios segundos atrás y mis compañeros peatones se me habían adelantado en una coreografía asimétrica de maletines, mochilas y carteras. Yo llevaba un bolso negro sobre el hombro, muy sobrio, hecho de cordura empresarial. Era el tipo de bolso que no servía del todo, quedándose chico nomás con una agenda, una botella de agua y un cuaderno: no le entraba un pulóver ni por decreto. Llegué a abalanzarme sobre el cordón amarillo de la vereda con el tiempo justo para que un taxi me tocara bocina, con su conductor recordándome que mi madre, antes de formar una familia, había sido primero niña, luego mujer y finalmente, provocadora.
—¡La concha de tu vieja! —me gritó.
—¡Te perdono, bestia aurinegra! —le grité yo, levantando el puño con el frenesí del que acaba de alejarse de la muerte y ve partir abotonados a Ismael y la ballena. Por un momento pensé en apurar el paso y tratar de alcanzarlo en el semáforo para seguir hablando de mamá, pero me esperaban para la entrevista y el transportista tenía pinta de que si se bajaba, me golpeaba.
El sol había comenzado a castigar, y mi mano se hizo visera para amortiguar. Al otro lado de la plaza, la torre Selvaggi Primo se elevaba majestuosa, o algo así. Estaba ahí adelante, quiero decir, a cierta distancia. Con su altura de torre repartida en una treintena de plantas, era bastante más grande que yo, y a veces, con eso alcanza. Pero se tapaba con un dedo. Peor: con el dedo de un desocupado. Me imaginé a mi mismo recorriendo sus pasillos como un hámster caído al inodoro, subiendo y bajando escaleras y ascensores, haciendo simulacros de incendio, comenzando a fumar para poder salir a fumar y esas cosas que hace la gente.
Me imaginé trabajando. Me imaginé empleado.
Ya más cerca y bien frente a la torre, metí la mano en el bolsillo del saco.
—Cinco-seis-dos, Vautier y Bereterbide. Cincoseisdos —leí en voz alta y de corrido. Sonaba a nombre propio raro, como Nabucodonosor.
Empujé la puerta giratoria y el cepillo emitió un sonido delicioso que raspaba y barría (la superficie terrestre toda) en ese medio círculo que le hice hacer, pensando en que una sucursal del Banco Provincia había sido el único lugar de mi niñez con una puerta como esa. El cambio de temperatura fue brusco pero no del todo desagradable; la hora de la siesta iba a ser una parrilla.
En la planta baja de la torre uno podía caminar libremente hasta encontrarse con unos molinetes demasiado lindos como para haber sido robados del subte, y demasiado prepotentes como para no dar a entender que no eran para el pueblo, sino para la gente como uno. Tirando al centro estaban las escaleras y los ascensores, si bien no llegaba a ver estos últimos, enfrentados detrás de una columna gruesa y revestida en mármol de salpicaduras blancas sobre un fondo negro. Anterior a los molinetes, una fila de gente esperaba que un escáner les revisara los bolsos, las carteras y —por qué no— las intenciones. Dos guardias de seguridad más comprometidos con el sueldo que con la causa se encargaban de mirar y fotografiar presionando un botón mientras los bultos pasaban a través de la maquina, sobre una cinta transportadora en forma de “L” que era impulsada a base de rodillos y desconfianza en el prójimo. Un monitor devolvía una imagen relativamente nítida. Medio al pedo, pero nítida. Algunos bolsos se trababan y giraban, enganchándose las correas entre el metal y los flecos de goma negra que hacían las veces de cortina de carnicero en las aberturas del equipo, pero eso era todo.
—Ya habrá tiempo de tener quilombos con los bolsos —imagino que me dijo el fantasma de las Navidades futuras, sin que yo lo escuchara.