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Archive for the ‘Del Habla’ Category


Resulta, que se aprobó lo del matrimonio gay. Sí, primicia de Damos Pen@. Sí.

Meses atrás, en un principio sentí lástima y algo de vergüencita ajena al verlo a Pepe Cibrián haciendo ese show tan entretenido –y bastante extenso- del “Habla Marica”. Porque una cosa es verlo gritar en un canal de cable y otra es verlo repetir el acto En el Congreso, mientras se trata un proyecto de ley acerca del matrimonio entre personas de un mismo sexo. Mas allá de que creo que no es forma de pelear por una causa en el Senado, ante el escándalo, un mejor hombre no habría pensado algo así como: “Por favor, que alguien le ponga un pito en la boca al trolo éste”. Pero ese habría sido un mejor hombre.

Eso fue en un principio. Actualmente, creo que lo que Pepe Cibrián hizo fue muy de hijo de puta, y nada más.

derferUstedes saben que soy de derecha pero no del todo fascista, lo que bien sirve para entender cual es mi posición respecto al casamiento homosexual: me chupa un huevo y me parece medio pelotudo pero me encanta y me sirve para hacer chistes horribles todo el tiempo, haciendo enojar por igual a los conservadores fanáticos y a los defensores de las pelotudeces de moda que se la dan de “evolucionados” pero que en realidad son más hipócritas y conservadores que los primeros. Ustedes saben que a mí, los que me preocupan, son los zombies. Además, todavía estoy ocupado, haciendo duelo por eso de que los españoles salieron campeones del mundo.

¿Por qué es de hijo de puta lo de Cibrián, entonces? Porque miente. Y si alguno de mis lectores es homosexual –algo altamente probable, quiero decir, puede que muchos lectores varones se hayan vuelto homosexuales debido a que resulta resistirse a mis encantos tanto físicos como intelectuales, como así también es difícil negarse ante mi virilidad y mirada penetrante que hace que muchos tipos digan: “me encantaría verte haciendo el amor con mi esposa y luego conmigo”– me gustaría que saliese a reconocer tales circunstancias.

A mí me parece medio pavo lo de esta ley, pero no debido a que tema un “brote incontenible de homosexuales”, sino a que es poco serio el enfoque y son pocos serios los argumentos. Debido a que soy el tipo de estofado tibio al que nunca vas a ver marchando a favor o en contra de algo, podría llegar a pensarse que estoy escribiendo esto en defensa del homosexual que es puto y se la banca. Yo a veces no sé so soy de derecha o no (por ejemplo: si apoyás a los judíos sos de derecha. Pero si detestás a los judíos también sos fascista, y la verdad es que uno no puede estar bien con Dios y con el diablo), y es por eso que yo preventivamente despierto animosidades en todos los bandos.

Se habla de palabras emotivas y esas cosas. Para mí, palabras emotivas fueron las del señor Miyagi cuando, borracho, relata la historia acerca de la muerte de su esposa e hijo durante el parto. Lo extraño de Cibrián es que pese a ser un señor homosexual, parece una señora lesbiana. A fin de que la gente no se siga confundiendo, bien vale aclarar las razones que me llevan a decir que Pepe Cibrián es un hijo de puta que pasará a la historia ya no como un gran hombre del teatro, sino como un marica hecho ringtone a base de exabruptos. Lo dividiremos entre lo curioso y lo vergonzoso.

1) Lo curioso es que a los hombres homosexuales no se les impide adoptar niños. Pueden hacerlo, pero no en conjunto. Si no adoptan, es simple y llanamente, porque no quiere. Del mismo modo en que yo no adopto: porque no quiero. Eso, a mi entender, es igualdad. O equidad, por lo menos.

2) Lo vergonzoso, es que un señor (Cibrián ponele) se ponga a llorar a gritos y quiera convencerme de que hay chicos en las calles porque se le niega el derecho a adoptar a los homosexuales. Eso insulta mi inteligencia en varios niveles, debido a que los chicos de la calle tienen padre y madre, que ineficientes o no (ponele que seas de derecha y creas que a los padres de los pibes chorros haya que meterlos en cana), tienen obligaciones y derechos. Adoptar un chico de la calle es tan difícil como evitar una erección tras recibir un mensaje de texto de una compañera de trabajo que vive cerca de tu casa que dice: “Inventá que salís a comprar helado y ponerle nafta al auto, porque tengo que chuparte la pija urgente”.

¿Quiero que los homosexuales sean iguales ante la ley? Seguro. El Estado tiene la obligación de protegerlos. Me pareció siempre muy injusto eso de que a los putos no se les reconociese eso de poder sumar sueldos y pedir un crédito inmobiliario, juntos. Me pareció siempre innecesariamente cruel eso de que un “viudo-gay” no se quede con los bienes del muertito con el cual convivió del mismo modo en que yo me quedé con todos los bienes de mis anteriores esposas y novias, y amantes. Y meretrices. Pero con menos ruido que lo del matrimonio, se podrían haber logrado cosas mejores y más concretas impulsando una reforma absoluta y sólida de las uniones civiles.

Pero la iglesia es otra historia.

Todos sabemos que Jesús habría sido el primero en abrazar a un homosexual, pero lo peor es que los ignorantes recurren a dos situaciones que bien vale que aclaremos: La palabra de Dios no aprueba el casamiento entre dos personas del mismo sexo. De ahí para abajo, discutí lo que quieras. Yo soy conciente de que si no dejo de negarle mi ayuda al prójimo mirar películas en que muchos adultos se tecan e intercambian fluidos me voy a ir al infierno también, pero me hago cargo y no pretendo un recurso de amparo. Uh, taché mal. Nota: revisar antes de publicar.

1) Hay gente que cree que todo en la iglesia puede reformarse debido a que vivimos otros tiempos, y a que mientras no se toquen los “dogmas” de la iglesia, lo mismo da. Etc., etc., etc. Bueno, resulta que la idea de pecado es principalmente, la que define el asunto. Todos los dogmas, imagino. Y si la concepción de pecado es distinta, bueno sería legitimar un pecado a fin de igualar. Esa es una.

2) Hay gente que, además, cree que el problema se debe a que el matrimonio es uno de los sacramentos de la iglesia católica. Cuando el problema es mucho más serio.

Ahora bien, la iglesia católica es, sabidamente, una de las fábricas de pervertidos más fructíferas de los últimos siglos. Y yo creo que el abuso sexual está mal y me opongo a él, (excepto en casos de defensa propia o venganza, ponele que tu jefe te echa y tiene una nenita de siete años), pero eso de usar el abuso sexual como excusa para pedir por el matrimonio homosexual (caso de los putos que ahora resulta que quieren salvar a todos los niños del mundo, como Ricky Martin), o para arrojarse en su contra (como la iglesia católica, que ahora resulta que está preocupada por lo que se les pueda hacer a los niños) es flojito, flojito. Es una mentirita. Como cuando yo juego a que el vapor que sale de mi cuerpo después de ducharme en invierno es “cosmos” como el de los Caballeros del Zodiaco. O sea: me lo creo nomás un poquito. Hacerle creer a los chicos de la calle que van a ser recogidos por parejas bienintencionadas de anómalos sexuales es como que te den a elegir el color del martillo con el cual te van a dar un martillazo en la cabeza de la pija, quiero decir: de todas formas va a ser una cosa complicada.

Y por eso, mi apuesta (propuesta) es la siguiente: désele a los putos una chance, pero hágasele ver a los homosexuales la verdad del asunto.

Obviamente, la lucha por la igualdad de derechos no es tal. Es tan sólo un acto más de capricho antidiscriminatorio, muy a lo puto, semejante a eso de dejar de decirle mogólicos a los mogólicos, o tratar a los discapacitados como si tuvieran capacidades diferentes (aún no he podido encontrar un sordo que sepa controlar el clima) o decir que existen “culturas diferentes” (en lugar de reconocer que hay gente bruta e ignorante que se relaciona sexualmente con gente igualmente bruta e ignorante y tienen hijos y nietos y entre todos luego conforman toda una comunidad bruta e ignorante, mientras que otros pueblos avanzan).

Todo bien, digo, que hable el marica. Que grite el marica. Que cante el marica y que se case el marica. Pero con la verdad, porque de lo contrario le quita toda la legitimidad al reclamo, y los únicos perjudicados terminan siendo todos los maricas, precisamente. Pero en palabras de un conocido puto: “Al puto le encanta el cotillón”.

Mi cruzada es contra los papanatas, fundamentalmente. A este paso, mañana van a salir a exigir que se les respete el derecho a casarse con personas de distinto sexo.

Pero la pregunta del día es: Imagine que usted y su pareja se están por morir y no tienen familia a quien dejarle su hijito o hijita. Tienen que ponerlo/a en adopción. ¿Preferiría usted que su hijito creciera y fuera criado por una pareja de felices homosexuales sin problemas económicos, o por una pareja de felices heterosexuales sin problemas económicos? Puede elegir: tiene las dos opciones. En la respuesta a su pregunta está la respuesta a su pregunta. A ver cuan “progre” sos.

Feliz día del amigo para todos.

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Conversemos. Conozcámonos café de por medio. O porno de por medio, en mi caso, porque no saben ustedes lo que hay en las otras pestañas de Firefox en este momento mientras escribo. Hasta tuve que bajar el volumen de los parlantes.

Una de las razones debido a las cuales me he convertido en un escritor menos prolífico en lo que a este horrible sitio Web se refiere, tiene que ver probablemente con las severas modificaciones laborales, o lo que se explica mejor a la voz de “ya no estoy obligado a pasar la mayor parte del día frente a una computadora, así sea haciendo nada a cambio de un sueldo”.

Otra, es el asunto ese de resultarle tan atractivo a las chicas.

Otra, es el coso ese de estar estudiando y de querer sacarme siempre las mejores notas porque soy un imbécil que cuando otro festeja su 6, se mete a casa apurado y sale mostrando un 10 lleno de palabras complicadas y cosas de gente inteligente y pretenciosa, del mismo modo en que Quico sale de su casa llevando un camión de bomberos cuando el Chavo del 8 juega a los cochecitos con dos ladrillos y mucha imaginación. Algún desprevenido creerá que ese otro es más feliz con su seis que yo con mi diez, pero será eso: un desprevenido. Quizá sea esa una de las razones por las cuales me detesta la mayoría de mis compañeros: porque cuando me dicen que se aprueba con 4 yo les respondo: “Pero yo con 10 no me fui precisamente a compensatorio, JAJAJAJAJA”, mientras me tomo el bulto con ambas manos, a fin de abarcar la mayor cantidad de bulto posible.

En cualquier caso, no viene al caso. Háganme caso.

Pero una última razón, no menos importante que las anteriores, es la que se desprende inmediatamente de la intensidad de las situaciones que me llevan a escribir o no un artículo. Otrora, yo habría escrito una docena de artículos nomás con lo que sucedió en los últimos días, quizá porque mi umbral de tolerancia para con las intensidades no estaban tan alto como ahora. Personalmente, creo que aún me las arreglo para convertir en relatos entretenidos los sucesos más mundanos e insignificantes, pero es como que ya no me basta. Llamémoslo acostumbramiento, en una de esas. Viste que cuando sufrís del hígado también tenés menos energía (en una de esas, es eso). Hoy en día, habiendo escrito ya lo que creo fueron las mejores ideas, pocos son los eventos que me llevan a inevitablemente escribir algo digno de contarse mas allá del cansancio físico y mental con el que termino cada día después de tocarme hasta que me duermo haber hecho esas cosas que hago todos los días. Afortunadamente, mi cuñado supo presentarme un software de dictado inteligente a través del cual estoy dictando estas palabras, enumerando los signos de puntuación cual obseso jefe ante una secretaria principiante y propensa a la omisión, pero devastadoramente curvilínea.

Lo de hace algunos días fue lo suficientemente intenso. Fíjense:

A la hora de comenzar a narrar los hechos, quizá lo mejor sea el describir las instalaciones, la geografía, el escenario. Un tren, del que tomo para ir a trabajar ahora que me encuentro en colegio nuevo, más lejano pero de viaje más directo. Ramal Tigre-Retiro, como siempre en mi caso. Trabajando de tarde, a diario me encuentro yendo de mediodía, con esa sensación incómoda del que almorzó (si es que almuerzo puede llamarse a semejante serie de circunstancias alimentarias) a las diez y media de la mañana, con la siesta no entrándome en los músculos. Parado (quiero decir, de pie) debido tanto a la hora como a la estación de abordaje, tuve la suerte de conseguir asiento.

Tras haberme pasado el verano leyendo novelas y cuentos en inglés, y sin el valor necesario (o con demasiada testosterona como) para leer las últimas dos novelas pendientes a fin de completar el programa de Cultura de este año que se viene, me dispuse a leer un cuento de los recopilados por un señor de apellido Sorrentino. Se llamaba: “El tren”, y contaba la curiosa historia de un fulano al cual le pasaba no se que cosa, y que caía o se veía prisionero de una aceleración temporal alucinada de las que suceden en los cuentos fantásticos, ya que en lo que duraba el viaje el tipo pasaba de niño a adulto, y a viudo, y a otras cosas, para luego volver a ser niño antes de llegar a destino. El tipo de cuento que Cortazar escribió quichicientas veces a lo largo de su carrera, no con poco oficio pero repitiendo bastante la formuleta. Me encontraba en la última página cuando pasó lo que pasó.

Pero podríamos hablar de seis personajes. Seis actores. (Perdóneseme el cliché).

El primero de ellos era una señora de 60 años, quizá 63. Una señora que debería llamarse María. Maria como la virgen. Que debería llamarse Maria y hacer una boloñesa fantástica, sólo para no alterar en el cosmos provocando esos desequilibrios que son capaces de destruir el Universo todo en un abrir y cerrar de ojos (misma razón por la cual guarda en su ropero una cajita del tamaño de un VHS, decorada con caracoles pegados y la leyenda “Mar del Plata”). Que se llama Maria por las dudas. Que tiene brazos gruesos, de grasa dura y musculosa a pesar de la piel floja, esos brazos de los que ganan todas las matronas a medida que la masa muscular del marido disminuye, como para compensar y hacer que la pareja no se haga más débil.

El segundo era otra señora, con aspecto de psicóloga o profesora de ciencias de la comunicación. Por lo del trajecito, y por mi imaginación también. De casi cincuenta, lo suficientemente atractiva como para que alguien pudiera querer tener relaciones con ella, pero no tanto como para que ese alguien sea una persona de menos de treinta, y bien parecida. El tipo de ciudadana (con anillos) que, a falta de mejores problemas, asiste a congresos de retórica nomás para darse cuenta de que gente con la mitad de su edad la dobla en brillo, y se entromete en Facebook y demás redes sociales para avisar acerca de su despertar sexual una vez terminado el divorcio, publicar fotografías de su mejorada anatomía y otras yerbas, queriendo competir con una hija a la que se le acabo la lozanía de las de diecisiete pero se le empezó a llenar el pozo ciego invisible de las de veinticinco. Porque se crece hasta los veintitrés, y de allí en más uno se va muriendo despacito.

El tercero era un muchacho de tez oscura, bolso deportivo y la predisposición espiritual de quien trabaja de algo que no es absolutamente obrero desde la perspectiva peronista del aprendiz (léase, que no llega a albañil) pero que tampoco alcanza el aroma oficinista, ni los modos de quien atiende un comercio. Un playero, un ayudante de cocina, un algo así. En otra situación habría sido este caballero un hachero de los que aparecen flacos, bravucones y sucios haciendo changas en los cuentos de Horacio Quiroga, y que cuando crecen se convierten en paraguayos macaneadores, chistosos, peleadores. Pero esta no era otra situación, como acabo de decir.

La cuarta era una damita rubia, enrulada, inglesa de corazón, metodista y pintora. No digo que era también joven porque semejante condición se pierde con el andar de los años, pero por mucho que envejezca creo que siempre defenderá su color de cabello, su religión y sus inquietudes artísticas.

El quinto era un muchacho de tex clara, más bien alto, de pantalón marrón khaki (si es que eso efectivamente existe), camisa marrón a cuadros, zapatos y cinturón también al tono. Se veía en su rostro la expresión inconfundible del que no es vago ni incompetente, pero trabaja porque no le queda otra. El gesto del que, días después, saldrá a buscar a alguien en su automóvil bajo la mas espesa de las lluvias, solo para enterarse de que el desempañador de la luneta trasera no funciona, y para ver como sale volando el limpiaparabrisas del lado del acompañante, a falta de acero o un plástico mas noble en la industria automotriz de principios de los años noventa. Sentado contra la ventanilla, en el sentido del viaje, leyendo un libro.

El sexto era una estudiante de algo en Vicente López. Y como las estudiantes de algo son todas más o menos parecidas me parece que no se hace fundamental la descripción. Destaco, sí, su juventud generosa y su falta de contratiempos (sin conocerla me animo a declarar que nunca estuvo tan alegre, ni tan linda, ni tan dulce). Ese aspecto de reloj caro y antipático, de los que vienen de regalo cuando uno se compra una lancha, con la hora de Alemania.

Hasta que el hachero frustrado, sentado diagonalmente frente a mi, preguntó si faltaba mucho para llegar a Beccar (o Béccar, o Bécar. Los tres son el mismo).

¿Cuántas faltan para llegar a Béccar? -preguntó. Aunque ustedes ya se lo habían imaginado.

El de los pantalones se limitó a levantar la mirada del libro y escuchar con la palabra lista para intervenir, porque suelo pecar de ser el mejor samaritano, y ese tipo de ayudas que podría dar (cuando no las doy) terminan por convertirse en algo insostenible para mi espíritu, haciéndome creer que Dios me la va a dar por no haber hecho (cuando podría haber hecho).

-Ya la pasamos –respondió la boloñesa

La estudiante no dijo nada. Pero mantuvo en el rostro esa expresión de: “Me dan mucha impresión los panegíricos”.

-¿Cuál era ésta? –preguntó entonces el hachero.

Y miró en dirección a todos los rostros, no con la determinación del que se va a parar a las corridas, pero sí (debo reconocerlo) cambiando el agarre del bolso, como echando de menos el hacha que le picaba en la mano sin que pudiese darse cuenta.

-Esta es Martínez –respondieron los caracoles.

-No, ésta es Olivos –se entrometió la otra madura.

-Perdón, pero la que viene es La Lucila –añadieron los rulos dorados.

-Eeeehh… quiero decir, Vicente López –se corrigió el morocho-. Voy hasta Vicente López.

La estudiante no dijo nada, pero pensó en muchas cosas, incluyendo la posibilidad de una epidemia zombi.

-Ah, para esa falta, dijo alguien a quien no recuerdo pero que pudo haber sido cualquiera de los presentes, incluyendo al inquisidor mismo.

Y fue entonces que intervine. Primero llevé a cabo el ademán innecesario (pero psicológicamente indispensable) de quien cogotea como sacando la cabeza afuera, pero desde adentro ante la imposibilidad de abrir una ventana, siendo este ramal el de los vagones con acondicionador de aire y ventanas selladas herméticamente. Seguidamente, hablé:

-Esta debería ser Acassuso –dije.

-No –me corrigieron entre varios-. A Acassuso ya la pasamos.

Y nos quedamos en silencio.

En esos seis espacios llenos –o mejor dicho, ocupados- por gente que no sabía, se puso de manifiesto un aturdimiento colectivo y compartido que sólo puede explicarse mediante la intromisión de cuestiones esotéricas o hasta alienígenas. El hecho de que nadie supiese la estación que efectivamente acabábamos de abandonar, me llevo a considerar la posibilidad de que algo extraño se nos hubiese pegado a todos en la piel, pasando a través del enrejado del transporte publico, colándose a través de la ropa, deslizándose entre las bisagras de los codos. No puede ser bueno el porvenir de una patria capaz de juntar, en menos de dos metros cuadrados, a seis papanatas incapaces (por el motivo que sea) de precisar donde se encuentran parados. O sentados. Queda el consuelo de saber que el porcentaje de pasajeros desorientados en el tren era muy superior (y por eso más macabro) a la cantidad de diputados y senadores que la Argentina tiene por habitante (contamos hoy con 0.000008225 senadores por ciudadano, incluyendo a los gasistas matriculados y a los asmáticos).

Por descarte, al menos uno debería haber acertado, Por proximidad, por no nombrar todas salvo la única que nos habría servido para no caer en las disculpas innecesarias. Lo cierto es que, de los seis, nadie fue héroe. No hubo en el grupo un iluminado, ni un Cristo envuelto en ropas comunes dispuesto a erigirse como faro, o GPS hecho de tripas, pelo y hueso. Para mi fortuna, la estación siguiente era la estación en la cual yo me bajaba.

Nos bajamos los seis, por la misma puerta, algunos más apurados que otros.

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La Bruta


(si ven que faltan o sobran acentos o hay muchos errores de tipeo o los renglones se cortan en renglones raros es porque estoy escribiendo desde una netbook más incomoda que la mierda y usando el bloc de notas en vez de Word)

Antes de comenzar con el artículo de este semestre (por las dudas, ya que aparentemente no puedo escribir con mayor frecuencia), me parece apropiado aprovechar este espacio para responder algunas de laS preguntas que me llegan por correo electrónico a diario. Esta es de Ayelén, de Quilmes.

«Mi novio se queja porque dice que no se la chupo bien, ¿qué puedo hacer?»

Muchas gracias por tu consulta, Ayelén. Y la verdad es que si tu novio se queja probablemente tenga razón, ya que el sexo oral es muy importante para un hombre. Si querés aprender a hacerlo como a el le gusta (yo que lo vos lo haría, porque siempre aparece una dispuesta a hacerlo como a él le gusta) lo que te recomiendo es que revises su pornografía y veas lo que hacen las chicas ahí, porque así es como a él le gustaría. Me gustaría poder ayudarte con una clase práctica pero lo cierto es que a mí ya nadie me practica sexo oral, por lo menos desde que desarrollé. Y las entiendo: es una tarea equivalente a tragarse un sifón Drago. Prácticamente lo mismo, me animo a decir, de no ser porque el sifón Drago es ligeramente más blando. Pero algo que tenés que tener en cuenta, Aye (¿Te puedo llamar Aye?), es que a los hombres no nos gusta que ustedes lo hagan mal y por compromiso, como esperando que no se lo volvamos a pedir. La pija te tiene que parecer la golosina más maravillosa y deliciosa en este mundo, y nadie te tiene que pedir que se la chupes: vos tenés que hacerlo porque te desespera hacerlo, porque no pensás en otra cosa más que en eso.

Pero ahora vayamos al artículo.

Resulta que tengo una compañera de estudios que es muy bruta. Pero muy, muy bruta. Y como para imaginar ustedes son bastante duros, la descripción viene a ser más o menos la siguiente: figúrense una mujer de treinta y cinco años bien llevados debido a una década como instructora de Pilates, ejercicio constante, etc. Dentro de unos pantalones de esos que no sé si son calzas o bombachas de gaucho trolo. O sea: un culo firme y parado, pero de los que se sacuden en la medida justa cuando uno les da un cachetazo. Culos lindo para la fiesta. Una mina que en malla debe estar buena, curvilínea y poderosa, de busto abundante pero apenas cansado, fuerza de gravedad mediante. Un rostro desalentador, masculino y mas o menos semejante al del actor negro ese que hace de amigo de Maximus en la película «Gladiador» y y su piel con el color oliva verde-marrón-amarillento de los mestizoides que no llegan a ser negros de mierda, todo rematado con una cabellera enmarañada teñida de rojo haciendo las veces de un nido de caranchos. Traten de agregar, si pueden, una cierta dislexia que le impide expresarse adecuadamente, y el gesto de quien no entiende muy bien de que se trata la cosa esa de pensar.

Lo curioso de esta mina (curioso y alarmante, terriblemente alarmante) es que se las arregló (y ustedes deben conocer mucha gente en esas condiciones) para llegar a los treinta y cinco años sin aprender esas cosas que se aprenden nomás por estar vivo y respirando. Admirable resulta (y preocupante, enormemente preocupante), por donde se lo mire, la cintura que ha tenido para esquivar el conocimiento. Así, se imaginarán ustedes, cada clase y cada conversación le ofrecen una oportunidad de enfrentarse a sus limitaciones, que son todas. O puesto en otras palabras: cuando se es tan, pero tan bruto, se hace cierto aquello de que «todos los días se aprende algo nuevo». Porque, claro, ¿Cómo no se va a aprender algo nuevo cada día si uno anda con el cerebro casi en blanco?

Ahora bien, lo que me impulsa a escribir en este caso fue una situación que se dió el otro día, mientras esperabamos sentados en el aula durante un recreo, a que volviese la profesora. Ella se hallaba sentada detrás mío, tratando de descifrar un texto simplísimo, pero simplísimo, que nos habían dado a leer. Reflejo y transcribo el siguiente acontecido, que ustedes asociarán inmediatamente con una situación semejante ocurrida durante un episodio de Los Simpsons.

Bruta (deteniéndose en una palabra que no conoce, cosa que sucede cada tres palabras): -Dissipate… (sacando de la mochila un diccionario de Inglés) ¿Qué significa dissipate? (leyendo en voz alta) DISIPAR… (deteniéndose unos instantes más en silencio)… disipar (sacando de la mochila un Diccionario en español) Y qué quiere decir disipar? (leyendo en voz alta) DISIPAR… Aaaahh… igual… no entiendo… (mientras yo me mordía hasta sangrarme la lengua para no desarmarme de risa)

En el caso de los Simpsons, Homero tomaba un libro de Marketing Avanzado e intentaba leerlo, luego lo tiraba a la basura y lo reemplazaba con un libro de Introducción al Marketing, que luego también tiraba a la basura y reemplazaba con un diccionario en el que buscaba: Marketing. Lo trágico (espeluznantemente trágico) es que esta mujer enseña en tres colegios publicos. Un secundario y dos primarios. Tiene horas estatales, debido a que se anota en cuanto listado de docentes existe, y toma cualquier clase de hora que se pueda. Lo peor, dirán algunos, es que acapara. Yo creo que lo peor es que se le permite corregir cosas de alumnos cuando en realidad se la debería enviar al colegio primero, pero bueno, es el sistema, que no toma un exámen verdadero a los docentes estatales y que no cuenta con directores capaces de evaluar a los docentes. Yo la metería en un tacho de aceite lleno de cal y la tiraría al Reconquista, pero ese soy yo. Dice que ama la literatura, y que el día de mañana le gustaría trabajar haciendo traducciones de novelas y cuentos, lo cual me despierta cantidades iguales de ternura (como la que se siente cuando ves que un oso panda con síndrome de down va a comprar un alfajor al kiosko y al querer pagar, se da cuenta de que por un bolsillo de su jardinerito se le han caído las monedas y ha perdido el dinerito… ¡Pobre osito!) y de desesperación genocida, porque realmente creo que alguien (no sé, alguna autoridad militar, un Pinochet o algo así) debería prohibirle ejercer hasta que se le pase lo bruto.

En cualquier caso, hay un chiste de Condorito en el que se ilustra fantásticamente mi situación. Condorito hace el papel de un millonario que entra a una iglesia y le reza a San Guchito para que los pozos petroleros produzcan mas millones, y para que su contrato por trillones de dólares se cierre favorablemente, y que su cadena de hoteles pueda venderse en más millones, etc. A su lado, de repente, se arrodilla un mendigo pordioserísimo que comienza a orar pidiendo un poco de pan, un algo qué comer, un lugar a resguardo del frío para dormir, etc. Entonces Condorito saca un billete de veinte pesos y dice: «Tenga hombre, no me distraiga al santo». Quiero decir, debido a sus intervenciones, de las clases se pierde mucho, pero efectivamente mucho tiempo que bien podría utilizarse a fin de resolver dudas un poco más complejas y de las que uno quizá no puede hacerse cargo a solas, porque bueno, para algo hay un docente. Los «no entiendo» de la bruta realmente llegaron al punto de saturarnos días atrás, y fue entonces que hubo quien (no fui yo, pero sólo porque creo que Dios la va a matar a ella o a mí antes de fin de año a fin de que ninguno de los dos tenga que ser torturado por el otro; ella con sus «no entiendo» y yo con la máquina de estrellitas que se trajo mi abuelo de la Mnasión Seré) la terminó mandando a estudiar a su casa. El grupo, entonces, medio que se dividió, porque de inmediato saltó una defensora de pobres a la voz de: «Si estamos todos juntos acá es porque tenemos el mismo nivel».

-Perdoname, pero el que entra con 99 de puntaje no está al mismo nivel del que entra con 53 -dijo una que entró con 99.

-Hay cosas que no se pueden preguntar entre estudiantes terciarios -agregó otra.

Hubo otros que directamente se rieron bajito y asintieron con la cabeza. Los más, dejaron que la batahola se resolviera por sí sola.

-De última, los verdaderos responsables son los que hicieron un exámen de ingreso lo suficientemente indulgente como para que entrara esta australopithecus -dije yo. Pero lo dije mientras conversaba en casa, con mi vieja. Porque no soy tan boludo y la bruta me sirve para no tener que hacer la cola en la fotocopiadora y cosas de esas.

Y es entonces que se aparece mi pregunta preguntona del día: ¿Le hace bien a una persona de tan escasos caudales intelectuales, que alguien la defienda a la voz de «estamos todos en el mismo nivel»? ¿No es acaso condenarla a inmolarse a la hora de la verdad?

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Días atrás (más precisamente, el día que me despidieron del colegio en el cual supe trabajar poco más de un mes), me vi obligado a rendir un examen de ingreso en un instituto. Suele pasar que me vea obligado a hacer cosas. Por ejemplo, el otro día yo andaba por el microcentro cuando se me apareció una joven estudiante holandesa diciendo no sé que cosa acerca de que yo tenía que fecundarla a fin de que pudiera dar a luz un hijo varón superior y con un miembro parecido al Obelisco, o algo así. O al menos eso fue lo que entendí de acuerdo a su camiseta de futbol holandesa, sus gestos y los panfletos turísticos que me señalaba, ya que no entiendo una sola palabra de alemán, o belga o lo que se hable en Holanda.


Este era un examen de ingreso para un profesorado. No el “Joaquín V. Gonzalez” (ubicado en Capital Federal) sino uno que me quedaba más cerca de casa, porque la verdad es que de un tiempo a esta parte estoy procurando reducir la distancia geográfica entre mi domicilio y mis obligaciones, dejando de lado otros factores como el prestigio o las comodidades edilicias. Y cuando dijo prestigio también estoy queriendo decir nivel académico, en cierta medida, supongo. Por ejemplo: mi esposa, que es brillante (aunque eso es casi redundante considerando que se casó conmigo, que vengo a ser bello y fuerte al punto de que a veces me pregunto si no seré una criatura de profecía) hizo sus estudios universitarios en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, con un promedio alto, altísimo. Creo que hasta le corresponde un diploma de honor, por no mencionar el hecho de siempre tiene razón en todo y encuentra los argumentos para convencerme de todo, y de que a veces parece capaz de mover pequeños objetos con la mente. O sea: es prácticamente un Jedi. Pero para conseguirlo tuvo que viajar diariamente durante casi una década hasta la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, echando quizá cuatro horas sólo de viaje, entre ida y vuelta. Y yo no estoy dispuesto a hacer tanto por el mundo, caramba, pero tampoco quiero pagar un instituto privado.


Entonces, les decía, me anoté en un profesorado que no me queda tan lejos. El examen estaba dividido en cuatro partes, al más puro estilo de las certificaciones internacionales:

1ra. parte: Comprensión lectora
2da. parte: Uso del idioma
3ra. parte: Escritura
4ta. Parte: Oral


Ahora bien, resulta que –modestia aparte- yo sabía que iba a pasar el examen (en el obligatorísimo curso de ingreso uno puede reconocer a quienes tienen posibilidades y a quienes no), pero quería ver más o menos por donde andaba en el malón, cosa de saber si debía:


a) Erigirme como líder carismático/académico/sexy de la clase.

b) Asistir a todas las clases y quedarme quietito y calladito en el medio esperando que el primer año de la carrera se hiciese por si solo debido a algún extraño error administrativo relacionado a un estudiante de nombre parecido.

c) Anotarme únicamente en las materias de la fundamentación pedagógica, que son en español y que se aprueban diciendo que la docencia es esto o aquello, y que la contención, que las redes sociales, o militando socialmente y haciendo comentarios acerca de los desaparecidos, y que barbaridad y esas cosas.

Apliqued) Ir al polígono a entrenar para cuando vengan los zombis. Porque no es cuestión de que vayan o no a venir. Es cuestión de cuando. Pensando en ello le cosí un aplique policial a una chomba blanca que tengo.


Y salí catorceavo, de cientoventipico que éramos en un principio y de noventa que tomamos el examen. Gracias, gracias. Yo calculaba estar entre los veinte mejores y cumplí con mis expectativas, pero me “lamenté” pensando en que podría haber conseguido todavía mejores resultados de no haber sido despedido exactamente dos horas antes del examen (lo que se entiende como “estar con la cabeza en otro lado”). Con ello entre ceja y ceja, cuando tuve la oportunidad de revisar mi examen pude comprobar efectivamente que el stress había hecho mella en la parte escrita. Pero de un modo extrañísimo, más aún para un coloso de la narrativa (y del amor) como quien les habla.


Me faltaron letras.


Suena raro y lo es, pero en este examen se hizo muy evidente una situación que me viene acosando desde hace algún tiempo: pierdo letras por el camino. Y no estamos hablando de palabras difíciles, sino de vocablos simples. Por ejemplo, en lugar de “always” escribí “alway”. En lugar de “if” escribí “i”. En lugar de “finding” escribí “findig”. Se darán cuenta de que no necesariamente es la última letra la que se pierde. Y no me vengan con ninguna teoría relacionada al idioma que no es materno, porque descubrí que me pasaba esto semanas atrás, anotando apurado algunas cosas en mi agenda. Lo de simplificar la comunicación al estilo “mensaje de texto” tampoco debería ser tenido en cuenta, ya que no suelo escribir valiéndome de abreviaturas. Se me ocurre que mi cerebro está obviando la información que no necesita… suprimiendo caracteres (incluso en palabras monosilábicas, dejando todo reducido a una letra). Sea lo que sea, se siente como si estuviese sucio el teclado, con algunas letras no saliendo, y resulta perturbador.


Pero estaría bueno que alguien me comprara los derechos e hiciera una película con eso. Como «Una mente brillante» pero al revés. Digo, un flaco muy musculoso que empieza a perder letras y que de repente, cuando cree que está loco, se da cuenta de que poniendo en orden las letras faltantes se forman mensajes del más allá, que explican casos policiales sin resolver. Empieza a brindar la ubicación de los desaparecidos, ponele. Pero nadie le cree, y medio que lo quieren meter en el manicomio, pero la psicóloga interpretada por Megan Fox termina creyendo en él (y enamorándose pese a que el tipo está sin afeitar y pelilargo y desarreglado y con los ojos inyectados en sangre, como todo loco), y entre los dos consiguen brindarle paz al alma de una minita que había sido violada y asesinada por un político, y el deja de comerse letras y de estar loco. Al final de la película se los ve juntos, de picnic. O no, mejor en un café, un bar. Pasaron varios meses. Él está afeitado, peinado y más cuerdo. Tiene la re-facha el tipo. Y ella le escribe “te amo” en una servilleta, y entonces la cámara hace un acercamiento donde se ve que él en la servilleta le responde “yo tamién”.


Y llegan los créditos. En caso de haber segunda parte, ésta terminaría con un acercamiento del hijito del protagonista (que se murió de loco en una explosión) escribiendo algo en su primer día de escuela, y perdiendo letras por el camino también. Y llegan los créditos. Pero como es un nenito, no se sabe si pierde las letras debido a que va a estar loco como el padre o debido a que está aprendiendo a escribir. ¿Entienden? Algo así, más o menos. Habría que trabajarlo un poco. En todo caso, espero que mi nuevo padecimiento sea stress y no algún tipo de cosa cerebral jodida como la que le agarró a Travolta en “Fenómeno”, así… tipo que no se sabía bien si era cosa milagrosa o de los marcianos, y al final era todo un tumor y a la mierda. Pero la pregunta del día es: ¿Cómo se les viene manifestando a ustedes el agotamiento físico/psicológico/espiritual?


Además de lo de las letras, recuerdo que el otro día le pedí permiso a un perro que estaba acostado en la vereda.

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Estaba el tipo esperando el tren, de regreso a su casa. Retiro, esa estación donde sale un montón de trenes todo el tiempo pero una vez cada tanto y siempre con demora, no se haga usted el que no la conoce. Usted la conoce.

Y se sube al tren repleto. Repleto está el tren, porque el tipo no está repleto. No come, pero no porque no tenga plata para comer, sino porque no tiene hambre. Eh, viejo, tan pobre no está, parà la mano, dejà de llorar. Está trabajando en su nuevo trabajo, pero no le gusta mucho, lo que se dice mucho mucho. O si, si le gusta. O no. O tiene potencial para encantarle. Muy bien no sabe, està tratando de acostumbrarse, y odia los cambios y trancisiones, ama la rutina, asì que nomàs por las dudas se angustia, y come menos. Asì de paso adelgaza esa gordura con forma de panza que tiene desde que se casò. Tambièn està tratando de escribir con los acentos bien puestos, pero no le sale. Se angustia un poco tambièn por eso. Se angustia; es cinturòn negro en angustia. En cualquier momento se pone a rendir exàmenes y termina fingiendo que es profesor de algo en algùn colegio privado. Sì, va a hacer eso. Se acabò la joda, va a tener profesiòn, carrera y todo eso, pero de verdad. Para dejar de estar incòmodo y adolorido en el Universo.

Y mientras espera el tren, espera. La gente se pone nerviosa y dice cosas, resopla, etc. Menos mal que el tipo està angustiado y no participa. En eso estaba cuando de repente la señora petisa que espera el tren delante suyo (y que tampoco va a viajar sentada) saca el celular y comienza a hacer lo que hacen todos. Lo que hacen todos es avisar que llegan tarde, que eso, que llegan tarde y esas cosas. Porque TBA en algo debe andar con CTI, Personal y Movistar. Vamos y vamos, como se suele decir. Vos cancelame una formaciòn y vas a ver como te fabrico unos buenos pesos de mensajes de texto, entre aviso y confirmaciòn de respuesta.

«Esperando tren en Retiro» tipea la mina, con el dedo, tiki-tiki-tiki, buscando las palabras desde el diccionario, porque no es como el tipo, que lo hace letra por letra porque cree que asì es màs serio.

«Esperando tren en Retiro. Llego en una hora, preparate». Eso es lo que dice el mensaje completo. El tipo lo ve todo porque es muy alto, y ve las cosas desde otra perspectiva. Pero entonces la mina busca en la agenda virtual del aparatito, porque los mensajes sin destinatario son como las bombas sin explosiòn. Son cosas tristes, sin sentido. Parà, viejo, no te angustiès mas porque te podès morir nomàs de tristeza. Y de repente asoma el destinatario, bien en mayùsculas, como esas cosas que se agendan a las apuradas: «MI NEGRO TRIPODE», dice. El mensaje sale y el celular vuelve a la cartera justo cuando el tren se acerca a la plataforma.

Y se caga de risa, el tipo. Pero la pregunta del dìa es: ¿Còmo describirìa usted al tal «MI NEGRO TRIPODE»? No vale decir pijudo, no vale, no vale… esa la pensè yo primero.

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La noche del sábado pasado va a quedar en la historia de la historia de la historia debido a que un recital se llevó a cabo pensando únicamente en la solidaridad, en ALAS, o algo así, no sé, ya no le creo a nadie. No hubo persona que no saliese corriendo rumbo a la Costanera Sur, con intenciones de juntarse a los cien mil humanos que ya se encontraban allí reunidos para disfrutar de la musiquita y de esos grandes artistas modernos convocados que dan vergüenza ajena. Si me preguntan, yo les diré que creía que la Costanera Sur quedaba cerca de Ezeiza. Nada más lejano a la verdad, pero yo así y todo vivo feliz. Por otro lado, no entiendo aún como fue que D´Elía dejó pasar semejante oportunidad de acabar con el grueso de las filas de los yuppies de civil y las chicas oligarcas y veintiañeras. Si ese no era el escenario perfecto para la victoria de nuestro querido, morocho y combativo Eternauta entrado en carnes, entonces no sé.

Pero mientras tanto, yo me encontraba trabajando y/o volviendo de trabajar. Había cambiado turnos con un compañero, por lo que eran las 22.02 hs. cuando, realizado el correspondiente “log-out”, yo abandonaba mi cómodo sillón de oficinista suicida, a la carrera. En pocos instantes me encontré alejándome del edificio, cansado pero pensando en mi hogar. Porque odio trabajar y tener que ir a trabajar y volver de trabajar; odio todo. Hallábame a punto de cruzar la calle, pasando el Sheraton Hotel, cuando el masculino de una pareja de jóvenes adultos españoles se me acercó con cara de perdido. Me detuve ante el gesto del buen hombre, y paré la oreja.

-Buenas noches, disculpa –fueron sus palabras-. ¿Sabes cómo llegar desde aquí a Puerto Madero?
-¿La parte comercial? –respondí preguntando-. ¿Los restaurantes?
-Sí, precisamente.

mapita Obvio que sabía: por la ventana no hago otra cosa más que mirar en esa dirección a diario, esperando por el momento en que un BUQUEBUS explote debido a un atentado papelero desatando la guerra armada entre Argentina-Uruguay y en las reuniones de familiares en las trincheras yo pueda tener una anécdota del tipo: “Yo justo lo vi cuando reventaba, porque trabajaba cerca” (es proverbial mi escasez de temas de conversación).

Pero resulta que de un tiempo a esta parte –tres años-, con eso de haberme casado, y ser adulto y demás, estoy aprendiendo el nombre de algunas calles y recorridos de colectivos. No obstante, –y he aquí el motivo de este artículo- me estoy dando cuenta de que padezco de algo que podría identificarse como un problema en la interfase lingüística, ya que cada vez que quiero dar indicaciones o instrucciones para ubicar una locación física termino diciendo algo distinto a lo que debería, siendo mis instrucciones mentales mucho más acertadas que las que emito verbalmente. Y las que recibe el interlocutor son éstas últimas, para su desgracia. Imagino que me siento como han de sentirse los malos profesores que saben mucho de matemática pero a la hora de enseñar se traban y terminan complicando mal las cosas. Por cierto, últimamente las analogías de este sitio web están muy sanas.

No soy ningún guía turístico, sabrán ustedes… y la verdad es que pasada una semana todavía no me animo a mirar un mapa, ya que las instrucciones fueron claras… Espero no las hayan seguido “al dedillo”, como dicen precisamente los españoles. En todo caso, aprovecho la masividad de este medio para pedirles disculpas. Dentro de muchos años, cuando me decida a mirar hacia atrás a través del espejito retrovisor de mis días, estoy bastante seguro de que esas palabras van a rankear muy alto entre las peores cosas que he hecho, aún contando aquella vez en que utilicé mi karate para destruir una pequeña aldea.

Porque en mi cerebro, yo les decía: “sigan derecho por la avenida y luego suban hasta encontrar una calle que cruce las vías del tren y dé a una sucesión de galpones de ladrillo a la vista. Ahí es.” Pero las directivas que salieron de mis labios en realidad dijeron algo así como “ustedes siguen por esta calle derecho hasta el río. Lo cruzan y luego van hacia el este, hasta encontrar unos edificios enormes, color ladrillo”.

Los mandé a Uruguay.

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No sé si ustedes creerán o no, pero yo soy un ferviente defensor de ese dicho que dice “si realmente lo deseas con fuerza, sucederá”, versión tilinga del “When you wish upon a star”, o tal vez poco práctica del “persevera y triunfarás”. Bueno, ferviente no, porque no soy lo suficientemente idiota como para desear ser jockey en el hipódromo cuando mido casi dos metros y peso el doble que un deportista de esta índole, pero creo en ello, aunque por las razones menos mágicas y telenoveleras. Lo que pasa, es que creo en el auto-hipnotismo.

No ejercito esta convicción –si bien el vocablo perfecto sería “recurso”- todo el tiempo, debido a que no es fácil y requiere de una disciplina que tengo ocupada en otros menesteres, actualmente alojados en la comisaría de Tutchen Walk, en Malton City. Digamos entonces para estar en paz con el Universo que mi vagancia o falta de metas “realizables” me impide sacarle más provecho, pero que en su momento conseguí punguearle ventaja a mi suerte gracias al ejercicio del asunto.

Creo -realmente creo- que el auto-hipnotismo consigue alterar en cierta forma el sector más inmediato que nos rodea, de alguna forma imperceptible a simple vista, e inconciente en cierto grado. Actuamos de cierta forma, nos convencemos de ello y el resto de los melones se acomodan solos frente al objetivo. Llámenlo Fe si quieren equivocarse, pero para este tipo de cosas yo suelo dejar a Dios de lado, y funciona exactamente lo mismo. Es más bien una re-configuración del Cosmos: un alinear las fichas cerebrales sobre un tablero en torno a un objetivo claro, que bien puede ser de vital importancia como no serlo. Uno obra en función de la meta sin darse cuenta, y la aplicación se ejecuta automáticamente. Dicen los que saben que una forma de llevar a cabo esto es la siguiente: al comenzar el día, escribir la meta 15 veces en una hoja de papel. O en un documento en la PC, no importa. Ni siquiera hace falta tipear todo letra por letra: alcanza con copiar y pegar, la gracia está en ser específico y leer el asunto (procesar la idea) un montón de veces, una debajo de la otra. Porque no es necesesario cambiar el sonido de la voz ni balancear un reloj frente a nadie, sino elegir las palabras adecuadas. Exactas.

Este señor se llama Mr. X y es el jefe final del la saga Streets of RagePor ejemplo: si lo que se desea es acostarse e intimar con un señor X, lo que uno tiene que escribir no puede dejar lugar a posibilidades afluentes, sino que debe directamente poner: “Me voy a encamar con X”. Nada de “quiero que X me de bolilla», o “Quisiera casarme con X”. Uno no está pidiendo nada, sino que se está preparando para ello. Imagino que es lo que hacen los atletas olímpicos antes de ganar una medalla de oro en –ponele- los cien metros llanos, ya que a esa altura del partido están todos en un nivel de rendimiento tan alto y en una situación física tan semejante, que sólo el más convencido puede ganarle al resto. Cabe aclarar que si la meta es de las que requieren un largo esfuerzo, como por ejemplo un: “voy a ser un tenista millonario”, lo sensato es no anteponer plazos de tiempo, para que el programa no deje de ejecutarse ante nuestro desaliento inevitable. Caer el lo brutalmente ilógico o improbable (ser una ama de casa cincuentona y programarse para ser un concertista de piano de 20 años que en sus ratos libres dirige películas porno) tampoco funciona. Podemos permitirnos que parezca casi imposible, pero no improbable. Puede llevar días, semanas, años.

El otro día (lunes) lo hice (me programé) casi sin darme cuenta, y mi regalo para ustedes es la posibilidad de entrarle también a los beneficios del auto-hipnotismo.

Resulta que esta semana, inexplicablemente, un pensamiento me acompañó sin pedir permiso, interponiéndose entre mis ideas más corrientes camino al trabajo, las cuales se reflejarán algún día en mi autobiografía, quizá en un capítulo titulado “Mi vida viene a ser como un bombón suizo relleno de mierda: al principio deliciosa, nomás para tentarme a seguir mordiendo”. Probablemente necesite un corrector literario, ya que el título es largo. Pero la cuestión es que una voz rebotó holgada en mi cabeza, de lado a lado como un extintor de incendios en el útero de una madre reciente, diciendo: “Mirá hacia el piso, podés encontrar monedas. Hoy vas a encontrar monedas”.

“Hoy vas a encontrar monedas” –me dijo la voz familiar pero desconocida y con ganas de conversar, haciéndome sentir que era protagonista y presa de ese recurso tan común en las novelas de Stephen King.

Y entonces, ese día al subir al colectivo, miré hacia el piso, y encontré una moneda. Dos. Tres moneditas de diez centavos. Me puse contento, obvio. Al llegar al trabajo me dispuse a realizar lo mismo durante toda la semana, seguro de que iba a encontrar más monedas. Y encontré otros diez centavos el martes. Nada el miércoles, pero otras dos moneditas de diez centavos el jueves, una de cinco centavos el viernes, y finalmente una de 25 centavos el sábado. Total: 90 centavos.

No te cambian la vida, pero es mucho mejor encontrar noventa centavos que no hacerlo, y lo mejor de todo es que -bien programado- yo no me la pasé pensando en las moneditas: a partir del miércoles yo bajaba la cabeza viendo donde estaba la moneda, directamente. Por eso, si ustedes gustan, les dejo aquí estos versos fácilmente memorables que programarán su cerebro a fin de que encontrar moneditas esta semana sea tan sólo cuestión de agacharse a “recolectar” algo que ya sabíamos de antemano que estaría allí.

“Te vendrás metal, conmigo,
Es mi semana de suerte de suerte:
Encontraré moneditas
En vez de una horrible muerte.»

Notarán ustedes que el último verso no funciona completamente bien debido a que implica un cambio en la rutina, como si uno hasta ahora hubiese venido encontrándose esa horrible muerte, pero bueno… rima consonante, como a mi me gusta. Si quieren pasar a un segundo nivel de dificultad y convertir la situación en un deporte de riesgo, también es posible reemplazar el “en vez de…” por un “o si no…”, cosa de ir a todo o nada.

Después me cuentan cuanto encontraron. Y siéntanse libres de utilizar la plantilla de comentarios para comenzar (escribiendo, copiando y pegando) a auto-hipnotizarse con el objeto de alcanzar una verdadera meta de las que tienen ahí, pendientes.

Las confesables, las metas confesables. Parece mentira, pero tengo que aclararlo.

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