El lugar: Acceso Norte y Avenida Márquez. El momento: Enero 2005. La situación: yo saliendo de una entrevista laboral. Para cruzar de un lado al otro de la autopista era (hoy lo sigue siendo) necesario caminar a través de unas sendas muy bonitas, ubicadas entre árboles jóvenes y arbustos variados antes de tomar un puente. Lamentablemente, tales engendros verduscos servían de bastante poco, ya que la sombra que proyectaban con esas pobres ramas cubiertas de palillos de escasa frondosidad no le hacía mella al inclemente sol que amenazaba con volverme chicharrón.
Mientras apuraba el paso a través del pasto para acortar el camino, y me aflojaba tanto la camisa como la corbata, cubriéndome en parte el rostro con una mano, sentí que algo me golpeaba la cabeza. Asocié la sensación a un objeto afilado, o al menos rematado en una punta aguda, porque estaba seguro de haber percibido un “puntazo”. Me di vuelta rápidamente y pensé: “Algún pel*tudo me está tirando piedritas desde atrás de esos matorrales”. Pero aunque miré y remiré entre las hojitas, no vi a nadie. Imaginé que sería la semilla de un árbol, o una ramita, por lo que no le atribuí importancia y seguí caminando. Habría hecho unos veinte pasos y llegado a una zona libre de árboles cuando volví a sentir el puntazo, aunque más fuerte. Y volví a darme vuelta. Una vez más, éramos mi sombra y yo. Fue entonces que dejé la mochila en el piso y elevé mi vista al Cielo, quitándome los anteojos de sol.
-¿Dios? –pregunté riéndome en voz alta, nomás para no desperdiciar el chiste aunque me encontrase a solas-. Imagino que al fin te decidiste a hacerlo físico…
Pero mientras sacaba el revólver, a mis espaldas sonó un graznido. Resultó que no había sido puntazo, sino picotazo: un avechucho negruzco, apenas más grande que una paloma se alejaba de mí, batiendo sus alas acelerado hasta alcanzar las ramas más altas de lo que creo era un “paraíso” o un sauce. O un eucalipto, o un cerezo; ni idea, estoy escribiendo nombres de árboles al azar. Me toqué la cabeza para ver si me había lastimado, y afortunadamente mis dedos se hallaban libres del agua de la espada. No pude evitarlo:
-¡Aún con tu cresta cercenada y mocha –le dije-, no serás un cobarde, hórrido cuervo vetusto y amenazador, evadido de la ribera nocturna! ¡Dime cual es tu nombre en la ribera de la noche plutónica!
-¡Waaark! –graznó el tipo desde arriba. Y afortunadamente; porque si me hubiese respondido “Nunca más”, yo me habría hecho caca encima y echado a perder mis mejores pantalones de vestir. En serio, caca.
Por aquella época mi Playstation estaba rota, yo no tenía novia, trabajo, dinero, ni esperanzas que perder, por lo que batirme a duelo con el pajarraco me pareció razonabilísimo. A fin de cuentas, tampoco tenía apuro, y si el desempleo seguía acompañándome, muy pronto me vería obligado a cazar mis propios alimentos. Pero como no sé trepar, tenía que tenderle una trampa. Decidí seguir caminando, a marcha mas bien lenta, dándole la espalda pero no lugar a que imaginase siquiera que intentaba yo eludir sus belígeros propósitos de horadarme la mollera.
-¡Waark! –volvió a chillar. Sin embargo, los ataques cesaron. Cuando quise darme cuenta, ya estaba sacando boleto en el colectivo.
Alguno me dirá que el ave era una hembra y que de seguro pasé cerca del nido que estaría escondido por ahí, más amenazadoramente que muchos otros cristianos, debido a mi altura y a que abandoné la senda para movilizarme a campo traviesa… pero yo creo que ese pájaro estaba probando su valor. Me lo imagino contándole la historia a su novia, nomás para impresionarla.
Se los digo, a veces es difícil ser yo.
Responder