La culpable de este post es Lulet, que desató mi curiosidad hablando de lo sofisticadas que se han puesto las entrevistas de trabajo de un tiempo a esta parte, incluyendo a esos psicólogos que te analizan sin importar cuales sean tus antecedentes, referencias o prontuario.
Recuerdo un episodio de hace dos años que hasta este momento no le había confesado a nadie. Yo aspiraba a un puesto en una mesa de ayuda telefónica en una famosa cadena de indumentaria y todo lo que detallaré a continuación sucedió en un día de inmenso calor. Yo estaba transpirado, deshidratado, descompuesto y malhumorado. Ya había sido entrevistado por dos flacos de mi edad, quienes ni idea tenían acerca de nada pero que con una lapicera y tilde se hacían cargo de mi destino.
Debido a errores en recursos humanos tuve que tomar dos colectivos y viajar ida y vuelta durante más de una hora. Finalmente, con una estúpida tarjetita en la mano y muchos pedidos de disculpas llegué a la oficina en la que podría descansar y ser entrevistado. Necesitaba trabajar, obviamente. Por eso estaba allí. Por eso había llenado tres veces la misma planilla, esa que deberían llenar los responsables de recibir el currículum que me piden tan en vano.
La agencia responsable de las contrataciones me sumió entonces en una intensa charla con una psicóloga. Simpática la vieja. Por lo menos hasta que me presentó una nueva planilla de cien puntos, al estilo “multiple choice”.
“A vos te parecerá poco importante –me dijo con aires de suficiencia-. Pero esto define quienes tienen el perfil que buscamos”.
“Obviamente” –respondí deseándole un tumor en el último tracto del intestino. Y completé la tarea con religiosidad. Las últimas preguntas las hice al ta-te-ti. Ya estaba harto. Ni siquiera me habían hablado del sueldo o el lugar preciso de trabajo. Fue entonces que ella colmó el vaso.
“En esta hoja –dijo-, por favor, quiero que dibujes una persona, debajo de la lluvia. Cuando termines, salí afuera que te convido un vaso de gaseosa, ¿si? Tomate todo el tiempo que quieras, quiero que te expreses”.
No soy el mejor, pero disfruto de dibujar. Y lo hago moderadamente bien, debido más a la práctica que al talento. Y fue entonces que combinando mi lápiz HB 2 y mi portaminas Pizzini 0.5, además de goma, gotitas de sudor para difuminar y un viejo HB 6 que llevaba en la cartuchera, dibujé como si se me fuera la vida en ello, realizando el dibujo más horripilante que mi mente pudo elucubrar. Me inspiré en Zelda, la hermana de la esposa del protagonista de “Cementerio de Animales”, en el videoclip de Paranoid Android de Radiohead y en la foto de un niño de diez o doce años –supongo que era su hijo- que ella había dejado en su escritorio. Cierta influencia de “El Grito” también tuve.
Dí vida a un muchacho joven y andrógino, de pie, mirando hacia quien tomase la hoja de papel, temblando y mojándose sin ningún tipo de protección, empapado. Era algo perturbador. Todo sombreado en grises, de piel pálida, con ojeras y sus ojos vacíos casi flotando en las cuencas llorosas. Su cabello, largo y desprolijo, sus ropas demasiado grandes para su enjuto cuerpo de formas parecidas a las de un prisionero en un campo de exterminio, sus brazos colgando… El sentimiento de soledad y desamparo angustiante que logré en ese trozo de papel no le he podido reproducir jamás en obra ninguna. Demoré casi media hora, pero valió la pena.
“Te tardaste, ¿eh?” –me dijo sonriendo antes de ver el dibujo. La transformación en su rostro fue grandiosa. Mientras ella se espantaba, yo sonreía y tomaba gaseosa de pomelo. Incómoda, se apuró en despacharme.
No me permitieron quedarme con el dibujo –no saben cuanto me duele eso- ni me volvieron a llamar, como era de esperarse. Pero cuando me acuerdo, no puedo dejar de imaginar la conversación que habrá tenido con los otros dos perejiles:
-“Mirá la expresión…¿Todo esto lo hizo con lápiz?”
-“Este tipo es un enfermo…”
-“Sí, estará loco, pero que bien dibuja…”
Me agradan las historias q
muy interesante esta esa zona…